“Milagro de la reliquia de Cristo“, Vittore Carpaccio, 1494 (Galería de la Academia, Venecia).
“Carpaccio, al que acabo de nombrar y que era el pintor al que, cuando yo no trabajaba
en San Marcos, más nos gustaba visitar, estuvo un día a punto de reanimar mi amor por
Albertina. Veía por primera vez El Patriarca de Grado exorcizando a un poseso. Miraba
el admirable cielo encarnado y violeta sobre el que se destacaban esas altas chimeneas
incrustadas cuya forma ensanchada, con la roja expansión de los tulipanes, hace pensar
en tantas Venecias de Whistler. Después mis ojos iban del viejo Rialto de madera, aquel
Ponte Vecchio del siglo xv, a los palacios de mármol adornados de dorados capiteles,
volvían al Canal donde las barcas son conducidas por adolescentes con casacas color
rosa, con sombreros adornados de plumas, que se podían confundir con un personaje
que evocaba verdaderamente a Carpaccio en esa deslumbradora Leyenda de José, de
Sert, Strauss y Kessler. Finalmente, antes de apartarse del cuadro, mis ojos volvieron a
la orilla donde pululan las escenas de la vida veneciana de la época. Miraba al barbero
secando su navaja, al negro cargando su tonel, las conversaciones de los musulmanes,
de los nobles señores venecianos en sus amplios brocados y damascos, con sus tocados
de terciopelo color cereza, cuando de pronto sentí en el corazón como una ligera
mordedura. En los hombros de uno de los Compañeros de la Calza, que se distinguía
por los bordados de oro y de perlas que dibujan en la manga o en el cuello el emblema
de la gozosa hermandad a la que estaban afiliados, había reconocido la capa que
Albertina tomó para ir conmigo en coche descubierto a Versalles la tarde en la que yo
estaba lejos de pensar que apenas me separaban quince horas del momento en que iba a
marcharse de mi casa. Siempre dispuesta a todo, cuando le pedí que se fuera, aquel día
que ella iba a calificar en su última carta como «dos veces crepuscular, porque llegaba
la noche y porque íbamos a separarnos», se echó sobre los hombros una capa de
Fortuny que se llevó con ella al día siguiente y que no volví a ver jamás en mis
recuerdos. Y de este cuadro de Carpaccio lo había tomado el genial hijo de Venecia, de
los hombros de este compañero de la Calza lo quitó para echarlo sobre los hombros de
tantas parisienses, que ciertamente ignoraban, como hasta entonces lo ignoraba yo, que
el modelo existía en un grupo de señores, en el primer plano del Patriarca de Grado, en
una sala de la Academia de Venecia. Lo reconocí todo y, como la capa olvidada me
devolvió para mirarla los ojos y el corazón del que aquella tarde iba a salir para
Versalles con Albertina, me invadió unos momentos un sentimiento oscuro, y pronto
disipado, de deseo y de melancolía”.
(La fugitiva, pág. 133)
Entrada de la serie Las referencias a la pintura en En busca del tiempo perdido.