Retumba una risa espasmódica, de ultra tumba, especie de Guasón anticuado en una serie televisada de Batman, por encima del Ganjes. Nuestro capitán de embarcación, un chico de unos doce años, señala una explanada de cemento donde se encuentran los “hijos de santos” haciendo “terapia de la risa”. Acto seguido, echa la cabeza hacia atrás y une su carcajada a la sinfonía que se propaga por el muelle (ver vídeo).
Son las cinco y media de la mañana en Varanasi, una de las siete ciudades sagradas de la India. Es aquí donde Vishnú plantó su tridente, donde Shiva llenó un pozo con su sudor; a pocos kilómetros se encuentra el árbol bajo el cual Siddharta Gautama se quedó dormido y justificó su ausencia al trabajo explicando que había inventado una nueva religión y que de ahora en adelante su nombre artístico sería “Buda”.
Varanasi es la ciudad poblada más vieja del mundo. Resiste los embistes del tiempo con su rutina ancestral e imperturbable que se repite cuidadosa y perfectamente con cada amanecer. A orillas del Ganjes, los indios se reparten a lo largo de los peldaños que conducen al río para realizar sus ablaciones diarias, sus rezos y sus actividades de aseo. Los ghats, como se les llama a estos muelles, son el equivalente indio de una taberna española o de un pub inglés: la gente escoge el que más le atrae y le es fiel, bañándose acá cada mañana y ciertas tardes.
El Ganjes es Dios. Ente todopoderoso y purificador, recibe ofrendas y rezos, pero también excrementos, basura y cuerpos humanos en descomposición. Bajo su oscura capa aceitosa, el río engulle todo lo humano y lo cambia por algunas burbujas que se inflan en su superficie.
Sucede que Varanasi es la clave al ciclo de reencarnaciones hindú. Es como el atajo o manipulación que exigía mi vieja cónsola de videojuegos, donde “Contra” -infeliz intento de la administración Reagan de volvernos todos anti-sandinistas-, era imposible de ganar a menos que pulsaras el código “Konami”: Up, Up, Down, Down, Left, Right, Left, Right, B, A. Esto permitía obtener treinta vidas, algo razonable ya que tu personaje estaba invadiendo Nicaragua y todo el mundo quería despedazarte con un lanza cohetes.
De esta manera, el sistema de castas hindú, el ciclo de reencarnaciones, el miedo de reencarnar en rata o mono; todo eso desaparece si usted toma el atajo Varanasi. Sólo hace falta morir en Varanasi. Si usted fenece en esta ciudad, su cuerpo será incinerado y sus cenizas echadas al Ganjes. ¡Listo! Usted pasará directamente al más allá sin tener que lidiar con las molestosas consideraciones del karma y la reencarnación.
Por supuesto que la pregunta lógica que se deriva de esto es: ¿por qué no ser un verdadero hijo de puta, un Pinochet hindú en carne y hueso, y luego asegurarse de morir en Varanasi? (Nadie supo contestar a esta pregunta).
Esto hace que todo Varanasi sea un versión voyeurista del concepto heideggeriano de “ser para la muerte”: acá, todo el mundo está pensando de manera obsesiva en el más allá. Familias enteras vienen con sus abuelos para verlos morir, una cuestión que debe llevarles mucho tiempo, ya que el alivio, las risas y la alegría al ver el cuerpo ardiendo del antepasado encima de una pira de cremación, son enormes.
Varanasi es la ciudad del espiritismo hindú. Es como estar rodeado de muertos vivientes: la gente camina, como sonámbulos, hasta las estatuillas de deidades coloradas con lo que parece ser una versión cancerígena de amarillo número 5, para rezarles y prenderles velas. Las consideraciones mundanas no molestan a nadie (excepto a nosotros, claro); Varanasi es una ciudad de despedidas, el fin del camino humano.
Al tercer día hago mi primer (y último) curso de yoga de mi vida. Siento algo de alivio cuando saco la lista de “cosas que hacer antes de morir” para tachar “yoga en la India” de la lista (le sigue: “surfear en Hawai”). Intentamos caminar mirando el suelo para no “bautizarnos” con una –muy frecuente-, deyección de vaca en los zapatos, pero esto resulta poco recomendable dada la posibilidad de chocar directamente con una vaca de carne y hueso. O un chivo. O perro. O rata. Monos no; extrañamente, hay pocos. Claro que caminar observando el piso de tierra tiene sus ventajas, nos evita caminar por encima de los automutilados, echados por doquier, quienes arrastran sus tocones por encima de la tierra, basura y excrementos. Poco importa: todos vamos a morir, y si estamos en Varanasi, mientras más rápido, mejor.
En el medio de este pueblo encontramos lo que puede ser fácilmente descrito como la mejor venta de Lassi (yogur hindú) del planeta. Propuesta ecléctica, la tienda ofrece legalmente yogures de todo tipo (mango, manzana, guayaba, café, chocolate) e ilegalmente haschisch y ácido lisérgico. Esto responde rápidamente mi interrogante sobre la abundante cantidad de turistas empujándose para entrar a la tienda, y confirma el veredicto de nuestro capitán de doce años en el Ganjes cuando nos dijo, “este es el hotel de los yonkis. Vienen a Varanasi y se quedan pegados. Si queréis droga (sí, hablaba con acento ibérico), venid aquí”.
Hay algo verdaderamente místico en esta ciudad. Después de cuatro días codeándonos con personas a quienes les importa muy poco lo terrenal -aquello que nosotros llamamos “realidad”-, mis preocupaciones parecen haberse evaporado. Una tarde, mientras disfrutaba los rituales de cremación y aspiraba el olor a carne humana quemada en el Manikarnika Ghat, entendí la fatuidad de la existencia, de mi existencia. ¿Qué importa la vida, si al final todos terminaremos, de manera más o menos metafórica o literal, quemados y echados al Ganjes en medio de una gran nube de cenizas?
No queda nada, el tiempo lo destruye todo, ni siquiera el espejo de Borges que multiplica a los hombres puede regodearse en la permanencia. Algún día mis libros no estarán allí, enterrados, olvidados, perdidos –en el mejor de los casos-, en el saqueo de la próxima biblioteca de Alejandría o museo de Bagdad. Todo lo que fuimos se esfumará, sólo nos arropará el olvido.
Sin embargo, cuando me levanté y la vi, sus ojos negruzcos y punzopenetrantes abriéndose paso entre la humareda caníbal, me dejé llevar por su mirada infinita, por la profundidad ébano de aquellas pupilas que ahora eran yo, eran parte de mí.
-Ya podemos irnos, he visto lo que vine a buscar.
-Yo también, respondió, uniendo su mano a la mía mientras caminábamos una última vez por el cementerio gigante que es el Ganjes antes de volvernos a la civilización occidental.
Me ha encantado tu redaccion. Cuando el lector lo pasa a su memoria se puede decir que parece que lo estamos viviendo contigo. Felicidades!