¿Le conviene a la oposición ganar el 14 de abril?

 

Muro en el barrio 18 de París

Suponiendo que ello fuese una posibilidad, me arriesgaré a decir que no. Más importante que la victoria electoral es el discurso y la ideología, y la sombra de Chávez lo arropa todo, “por ahora”. Evidentemente, lo seguirá haciendo durante muchos años, pero me parece clave que la oposición logre dejar al chavismo erecto en la transparencia de su desnudez, de su modelo petro-rentista no sustentable. Que el chavismo priápico de los años del boom, capaz de eyacular petróleo en las bocas hambrientas de sus seguidores, se muestre enhiesto y enfermizo, arrugado y sifilítico.

 

Los indicadores económicos de Venezuela son alarmantes, el impacto de la real politik chavista ha concentrado el poder y avanzado un modelo de “desarrollo” basado en el desangramiento del erario público, las subvenciones a la importación y la quiebra de la industria privada.

 

La devaluación del Bolívar ¿Fuerte?, no ha sido suficiente. Los índices de escasez son lo único que avanza en el país. El elector, sea del bando que sea, espera una solución a estos problemas después de las elecciones.

 

Pero por supuesto que el elector no entiende, ni le interesa, la economía. En Venezuela, recordamos a los políticos con nociones etéreas y vagas; “con Carlos Andrés se vivía mejor”, no con ideas concisas acerca de su legado. Amén de los sesudos analistas que escriben en periódicos y páginas que pocos leen, el elector “de a pie”, recordará a Chávez como el artífice de la bonanza, el multiplicador de los planes (que no panes, pero sí pranes) y misiones, el que oró al cielo en medio del éxodo socialista e hizo que llovieran BlackBerries.

 

Si gana la oposición, los dolorosos ajustes serán rápidamente inscritos dentro de la idea “neoliberal” –que sólo existe en la cabeza de los cuadros chavistas–, y propalada a ritmos goebbelescos (que no novelescos) por los medios, canales y redes del Estado. Se reforzará la idea de “con Chávez todo (o sea, las neveras, las becas y las ayudas), sin Chávez nada”. En este caso, la reconstrucción democrática se vería amenazada por el ruido de los sables en los cuarteles. Aparecería el gendarme necesario, el único capaz de enderezar la economía y mantener el malestar a raya a punta de balazos.

 

¿Significa esto que la abstención sea la mejor estrategia para el 14 de abril?

 

No.

 

Permítaseme un escenario alternativo, que vaya más allá de la dupla ganar/perder.

 

Creo que la estrategia idónea para la oposición debe plantearse a mediano plazo. En ese sentido, y manteniendo como horizonte el evitar a toda costa la intervención militar, lo mejor que podría pasar es una victoria pírrica para Nicolás Maduro:

 

1) Maduro gana las elecciones, pero sale debilitado. No logra cosechar todos los votos de Chávez y pierde entre un millón, y un millón y medio, de votos.

 

2) Capriles pierde las elecciones, pero reafirma su liderazgo, logrando obtener seis millones de votos.

 

La diferencia entre los dos candidatos giraría en torno al millón de votos. La oposición lograría demostrar que no es una cenicienta sino que es una verdadera voz de cambio. Su sólida base le permitiría hacer presión en la Asamblea y Maduro tendría que ser más ponderado. Potencialmente, se podría luchar contra los desmanes a venir, se tendría la fuerza política para hacerlo.

 

Estamos hablando de construir política, de hacer política y cambiar el rumbo del país.

 

Es un camino largo, nadie ha dicho lo contrario. Pero este escenario, que parecerá catastrófico para los miopes, podría abrir la puerta a una opción democrática cuando el gobierno Maduro se termine de derrumbar bajo las presiones de su gasto insostenible. Se correrá la máscara, el ídolo tendrá pies de barro y, tal vez, Venezuela pueda finalmente pasar a otra cosa.

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Vargas Llosa sobre el “buen revolucionario” de Carlos Rangel (cita)

Vargas Llosa, en pose sexy galán de Nespresso

“Junto al elogio [al libro de Rangel], la discrepancia, pues Vargas Llosa observó falta de matices en Rangel como “su visión esquemática según la cual sociedad democrática y capitalismo liberal ortodoxo son un todo indivisible” y que socialismo democrático y comunismo marxista son lo mismo. Criticaba que “Rangel no admite que ha sido gracias a la influencia de las ideas socialistas que la sociedad capitalista se ha humanizado considerablemente” y que “la incompatibilidad entre ambos sistemas acaso no sea tan absoluta como asegura Rangel” y de allí las experiencias nórdicas en Alemania Federal, en Inglaterra, donde el socialismo democrático ha pasado la prueba de la intervención del Estado “en la vida económica de manera provechosa y sin sacrificar” la libertad. Era en ese tiempo que llegaba a plantear que “toda noción de libertad resulta dudosa en sociedades con las desigualdades que tienen los países del tercer mundo”.

 

 

Juan Carlos Zapata, “El suicidio del poder” (2012). Ed. El parricida, pág. 111.

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Las siete grandes líneas narrativas

Según el dramaturgo irlandés Denis Johnston, sólo existen siete grandes líneas narrativas que se van reciclando, iterando, mimetizando y variando a través de la historia de la literatura (yo agregaría el *nuance* de que estamos hablando de narrativa occidental, en Asia, difícilmente encontremos estos mismos temas).

Estas líneas narrativas son:

La Cenicienta (virtud ignorada), Aquiles (punto débil fatal), El Fausto (la deuda a pagar), Tristán (el triángulo amoroso), Circe (la araña y la mosca), Romeo y Julieta y Orfeo (el regalo robado).

A pesar de estar hablando de líneas narrativas en el teatro, Johnston agregó una octava línea para el cine: El héroe indómito (a lo Indiana Jones).

Tomado de “Quentin Tarantino: The cinema of cool” (Jeff Dawson).

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Franceses con Chávez

La posibilidad de discutir de manera seria sobre la política de un país, en el exterior, es ínfima. Sin embargo, es bastante triste sentarse a evaluar el nivel de la propaganda que se le hace tragar a los lectores, inundándolos con un buldózer de clichés y medias verdades.

 

Hace unos meses, publiqué un artículo en un conocido portal francés, que me recompensó con una retahíla de emails insultándome. Bueh. Nada nuevo bajo el sol. Era el discursito de Aporrea, traducido a la lengua en cuestión: Chávez ayuda a los pobres (endeudándolos con los chinos y castigándolos con inflación y escasez, supongo), yo soy un HDP al que le robaron unas tierras, por eso no me importan “los pobres” (porque quiero que usemos los 100 millardos “perdidos” por el FONDEN para planes de desarrollo, supongo), que los gringos y qué sé yo.

 

Sin embargo, después de que el portal publicase algo intitulado, “una respuesta a Vicente Ulive” –y le cambiaran el nombre por las protestas, ya que resultó ser un artículo de la Presidenta del Frente de Izquierda publicado en su blog antes de que apareciera el mío (todo se vale en la guerra, el amor y el tráfico de internet), Rue89 publicó un artículo de una cuchura imposible: “franceses pro-Chávez, hacen la revolución en Venezuela“.

 

Ay ñós mío. Primer “revolucionario”: un propagandista que escribió un libro llamado “El programa neoliberal de la MUD”, explicando que las ideas económicas del equipo Capriles fueron aquellas usadas por Europa en los ’80 y ’90s (y todos sabemos que les fue malísimo), vendido a (agárrense) 250 MIL ejemplares porque el PSUV lo distribuía gratuitamente durante la campaña. #QuéBelleza. Cómprenme 250 mil ejemplares de “Yo maté a Simón Bolívar“, y también me meto a chavista. Le siguen otros espantapájaros que hablan en “frañol”, se babean por el Ávila y dicen cosas como, “¿por qué hay cortes de electricidad aquí (Sucre), si estamos al lado de una de las centrales eléctricas más importantes del mundo?”. Awww… ¿No les dije que era cuchi? Ni qué decir del “guerrillero mediático”, ¡un tipo de 71 años que ni twitter tiene!

 

En fin, no le presté mayor atención a esta bobería, más allá de dejar un comentario, recibir más insultos, y dejarlo todo así (al parecer, Afiuni es un pie de página, un goulagcito ruso, en todo esto).

 

Cuál es mi sorpresa entonces cuando recibo por twitter un vínculo que expone a la autora de las (*cof, cof*) “entrevistas”: Una tal Meriem Andalounès. Aquí la tenemos, haciendo “la quenelle” (explicación más adelante) frente a un muro de Chávez, cuando este todavía caminaba y hablaba:

 

“La quenelle”, una especie de croqueta de pescado, es el símbolo de un comediante impresentable en Francia, Dieudonné. Fue echado de los medios luego de hacer un sketch sobre “el eje judío-sionista-nazi”, vestido de rabino y haciendo el saludo nazi. ¡Ja! ¡Qué cómico!… NOT.

 

Entonces, después de fundar el “partido anti-sionista” (que no obtuvo ningún voto), se dedicó a hacer stand-ups furibundos donde cargaba contra toda Francia. “La quenelle” es algo como, “la pala que te voy a meter hasta acá”. Sí, gran clase, la del tipo.

 

Cuando vi esto, entendí por qué a la señora Andalounès no le interesa Afiuni, por ejemplo. O que me hayan robado mi voto por Ledezma. O todos los votos del 7 de octubre, porque, que yo sepa, nadie votó por Maduro. Es obvio: estamos ante una guerra mucho más importante. Una cosa contra el eje sionista-imperialista internacional. Mientras les sigamos metiendo la croqueta, no importa que endeudemos al país, haya escasez o inflación. Esas son consideraciones burguesas. Lo que importa es la lucha, esa cosa etérea que no acaba nunca, como La guerra de las galaxias. Entretanto, apoyar un conocido antisemita como Dieudonné, o la encarcelación de la gente de Econoinvest (aún sin acusación de ningún tipo), o que la familia Chávez se robe hasta el último arbolito de Barinas; detalles, pues.

 

Quienes preguntaban cómo son los franceses que apoyan a Chávez, he allí la respuesta.

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El ángel vengador (“Yo maté a Simón Bolívar”)

(Extracto de la novela doble, “Yo maté a Simón Bolívar“. Primer capítulo del libro Yin).

El ángel vengador

Cuando se asesina a alguien que no se conoce, ¿es posible hablar verdaderamente de un asesinato? La historia necesita sus peones, sus sacrificios, sus muertos; aquellos que encauzan a los pueblos en la dirección adecuada. Cuando las políticas nacionales derrapan, aparece, como Moisés, el gatillo frío pero necesario que conducirá al país por la vía correcta. Los pueblos son como ovejas, y las balas son los perros que los arrean hacia el corral de la democracia.

 

La gota de sudor reptaba lentamente mientras descendía por su rostro. Johnny Martínez se apoyó en la ventana para observar a los manifestantes. Desde acá no podía distinguirlos con precisión, todo se fundía en una ola de colores que intentaba atravesar la ciudad.

 

Maldijo el clima tropical, siempre inconveniente para su clásico atuendo negro. Había estado en Nicaragua, Panamá, Colombia; de todos los países en los cuales había trabajado, Venezuela era seguramente el más incómodo. “Incómodo” –pensó-, para no pensar “difícil”, adjetivo que estaba prohibido en su profesión. Aquí no había dificultades: los muros y barricadas que se alzaban de cara al progreso serían roídos poco a poco con el paso del tiempo. Al final, la historia siempre daba el golpe de gracia: los sandinistas nunca pudieron gobernar, Noriega era un narcotraficante y Colombia se consumía a sí misma en una vorágine de violencia desde que Gaitán recibió aquel balazo en el cuarenta y cinco.

 

Sobrevoló la muchedumbre con su vista mientras buscaba fijar un blanco. Tomó sus prismáticos y calculó la distancia hasta que los manifestantes llegaran a su campo de tiro: en tres o cuatro minutos, a lo sumo, entrarían en su red mortal.

 

Revisó, con su ojo avizor, las inmediaciones: podía ver, a menos de un kilómetro de distancia, el Puente Llaguno del centro de Caracas. Un poco más allá estaban las inmediaciones del Palacio de Miraflores que retenían –vivo por el momento-, al Presidente  de Venezuela.

 

Tomó el fusil M24 SWS entre sus brazos y se aprestó a hacer el trabajo para el cual había sido entrenado. Su mano izquierda envolvió el cañón como los labios de una enamorada arropan el sexo de su pareja, mientras su mano derecha se apoderaba firmemente de la culata. Reposó ésta sobre el hueco de su hombro y buscó una buena posición, abriendo los codos. Tendría pocos minutos para desalojar el edificio al terminar la operación.

 

Después de relajarse y equilibrar su respiración, Johnny estaba listo. Pidió instrucciones al comando central a través del radio ajustado a su oreja. Luz verde. Se precipitó.

 

Poco importaban las víctimas, más allá del número. Trató de apuntar a alguno de los facinerosos, cuidándose de no colocar a las madres y niños que marchaban bajo su fría mira telescópica. Sudor. Siempre el sudor, en estos países ecuatoriales. Escuchó su respiración, calmada aunque dubitativa, y volvió a recibir las órdenes del otro lado del radio. Luz verde, Johnny, luz verde. Se concentró. ¿Quién sería el peor agitador del grupo desordenado que se precipitaba hacia el puente? ¿Cómo se vestían los comunistas hoy en día? ¿Quién dejaría de vivir hoy, bajo el fuego preciso de su fusil?

 

Dios le dio la potestad de decidir quién moría. Ese era su don. Sobre la vida, este hombre no sabía nada, ya que su reino era oscuro como la venganza. El era lo negativo, la no-existencia; él era quien daba sentido a la vida. ¿Cuántas personas podían jactarse de disponer de ese poder? Otra gota de sudor comenzó a bajar por sus pronunciados pómulos. Fijó su mira.

 

Lentamente, apretó el gatillo. La explosión siempre era la misma, a pesar de que los muertos cambiaban de lugar. Las caras, en cambio, no cambiaban. Cuando se hace este trabajo tanto tiempo como él lo había hecho, las caras son sustituidas por una cara genérica que engloba a todas las víctimas, presentes y futuras. Vio esa cara caer y escuchó las reacciones de la multitud. “Hasta aquí llegan” –pensó, mientras volvió a cargar el fusil. Repitió la operación varias veces hasta que recibió la orden de cese al fuego. Logró distinguir, a lo largo de toda la avenida, los demás cuerpos que habían sido abatidos por sus colegas. “Proceda a retirarse”, le indicó la voz metálica al otro lado de sus audífonos.

 

Johnny desmontó rápidamente su fusil, como tantas veces lo había hecho y quién sabe cuántas veces más lo haría en el futuro de este ensangrentado continente. Las piezas cayeron en su sitio, como pedazos de un rompecabezas que conocía de memoria y podía armar con los ojos vendados. Cerró el maletín.

 

Se apresuró a guardar el resto de su equipo, su gorra negra, sus prismáticos y su radio, mientras se cubría con una chaqueta que seguro lo haría pasar desapercibido entre la multitud. Repasó mentalmente su protocolo de repliegue y, después de corroborar que todos los pasos habían sido cubiertos, se dirigió hacia la puerta que conducía a la escalera y la salida del edificio.

 

Bajó con premura los escalones mientras escuchaba cómo los resultados de su intervención desbordaban la avenida: Entre gritos, explosiones de balas y bombas lacrimógenas, el centro de la ciudad se convertía en torbellino de desesperación.

 

Cerró la puerta del edificio para encontrarse, como estaba planeado, en la calle atrás de la avenida. A pesar de estar acostumbrado a este tipo de operaciones y haber sido entrenado para reaccionar bajo todo tipo de presión, el panorama nunca era igual; cada intervención, cada huída y repliegue estaban signados por la adrenalina que inundaba su cuerpo y lo colocaba en el máximo nivel de atención posible. Recostado contra el edificio, revisó su pistola nueve milímetros, se retiró los lentes oscuros y se colocó el morral en la espalda. Tomó el estuche de su fusil en la mano izquierda y se ubicó espacialmente para dirigirse hacia un sitio seguro.

 

Atravesó varias calles para intentar llegar a la camioneta operativa antes de detenerse para corroborar que la vibración que sentía en el abdomen venía de su teléfono móvil. Oprimió el botón de “descolgar” y, sin pronunciar palabra alguna, afincó su oreja al auricular: “Proceder con caución. Escenario ‘D’ en marcha”, espetó la voz del otro lado de la comunicación. Embolsilló el aparato y miró hacia los lados, en cualquier momento llegarían. Estaba a doscientos metros de la camioneta pero dudaba poder alcanzarla sin despertar sospechas de sus perseguidores. Giró hacia la izquierda, buscando diluirse en la masa de gente que seguramente huía del puente y de las balas. Se decidió, su mejor opción era conseguir una estación de Metro abierta o lograr aventar un taxi que lo pusiera al abrigo de la operación. Se precipitó hacia la estación La Hoyada.

 

Fue a pocas esquinas de llegar al Metro donde finalmente los vio. Volteó a la izquierda a nivel de la calle norte 4 para ver un grupo de individuos, claramente organizados y armados, que se dirigía hacia él.

 

-¡Epa, pana! ¡Párate ahí! –lo increpó uno de los primeros mientras lo señalaba con un bate de béisbol. Johnny miró en sentido contrario. Trazó una ruta de escape y, sin responder a los agresores, se lanzó en una carrera a toda velocidad mientras su mano derecha buscaba su arma.

 

-¡Hey! ¡Párate! ¡Chamo, chamo, agarren a ese! ¡Hijo de puta! ¡El coño de su madre! –Oyó decir tras de él mientras huía, embalado, hacia la estación de Metro. Trató de perderlos entre algunas calles pero era cierto lo que le habían explicado durante el informe sobre Caracas: Las calles del Centro son amplias y abiertas, difíciles para sacudir a un perseguidor.

 

No tenía otra opción. Su entrenamiento había contemplado todas las posibilidades y sólo podía atenerse a las órdenes despachadas desde el cuartel general. Giró en una esquina y se detuvo repentinamente, recostándose contra la pared y desenfundando su nueve milímetros. Podía ver, a no más de veinte metros, la entrada de la estación La Hoyada, completamente cerrada. Sin embargo, la circulación vehicular se había restablecido, por lo cual podría secuestrar a alguien y obligarlo a conducirlo a un sitio seguro, o simplemente despojarlo de su vehículo. Contó hasta tres y se asomó por la esquina empuñando su arma predilecta. Dio dos disparos, fallando a propósito, y luego se concentró para enterrarle una bala en la pierna a uno de sus perseguidores. Vio cómo caía herido y pedía socorro a sus amigos.

 

Johnny Martínez corrió con todas sus fuerzas hacia la calle que aún estaba transitada. Se le atravesó a un automovilista mientras lo apuntaba con su arma, obligándolo a detenerse para luego acercarse a la puerta del conductor y gritarle que se bajara si no quería que le volara los sesos. El conductor tropezó mientras se bajaba del carro, siempre mostrando las manos, antes de retirarse y empezar a correr hacia alguna calle. Pero la vacilación del inocente transeúnte fue suficiente para desestabilizar a Johnny quien, apuntándolo en el piso y gritándole que corriera lejos de ahí, no se percató del sujeto que lo apuntaba a su vez desde la calzada de enfrente.

 

Johnny estaba parado entre la puerta abierta del automóvil, con una pierna flexionada para montarse y sus brazos en el techo del vehículo. Cuando alzó la mirada ya era demasiado tarde. Sólo vio la pupila brillante del sujeto, alineada perfectamente con la mira de su revólver. El otro ojo, cerrado en un guiño, garantizaba que el tipo no era ningún principiante. Sus manos firmes, una empuñando el arma y la otra proporcionando estabilidad desde la base de la cacha, delataban algún tipo de entrenamiento. Pero lo que más impactó a Johnny, lo que hizo que su sangre se helara como pocas veces lo había hecho durante una operación, era que la sonrisa del sujeto funcionaba como prueba de que no era la primera vez que había matado. Sus resplandecientes pero cuarteados finos estirados cerrados templados labios trazaban una pequeña línea de satisfacción, como un torero antes de dar la estocada final.

Información, capítulos adicionales, vínculos:
http://www.moebius77.com/novela/yo-mate-a-simon-bolivar/ 

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Nuevas tecnologías y crisis de representación en la aldea globalizada

El libreto no era nada original. El objetivo: hacer parecer a Mitt Romney, mimado niño rico y encarnación (casi)humana de Wall Street, un tipo que iba a defender los problemas del ciudadano común. Era la política como un laberinto de espejos, una cadena de imágenes y creaciones fantásticas que, amparadas en la repetición ad nauseum, esperaban convencer a los electores de los cimientos reales de la ideología republicana. La máquina mediática se puso en marcha como de costumbre, con el objetivo goebbelsiano de transformar la realidad a patadas, intentando imponer la matriz de opinión según la cual una reducción de impuestos a los más adinerados generaría una estimulación económica (la teoría del “goteo” que jamás ha funcionado) o la aún más retorcida idea de que los republicanos eran mejores economistas y administradores y lograrían equilibrar el presupuesto de ese país (la realidad es que Bill Clinton, demócrata, no sólo equilibró las finanzas durante su período, sino que su sucesor, George W. Bush, lideró el período de gasto público y expansión fiscal más grande de los Estados Unidos).

 

Sin embargo, la gran crisis que atraviesa el partido republicano enmascara un malestar generalizado del cual payasos como Romney son un simple subproducto. Del otro lado del espectro, Obama está lejos de ser la antítesis de los republicanos, ya que la política norteamericana ha sido secuestrada por un puñado de plutócratas, sus contribuciones y sus emporios mediáticos. La desilusión Obama es real entre los demócratas, quienes votaron en contra de Romney, más que a favor de Barack. ¿Podía ser de otra manera? Mitt Romney, lejos de parecer un político con ideas, parecía un personaje malvado de un dibujo animado de Pixar. Sorprende más bien que este Scrooge/Grinch experto en quebrar empresas y prestidigitador de sus propias declaraciones de impuesto, haya sacado casi la mitad de los votos.

 

Sucede que las elecciones en los Estados Unidos son sólo la última manifestación en una retahíla de simulacros pseudos democráticos que pretenden legitimar a quienes nos representan. Si nuestro mundo contemporáneo está en crisis, el resquebrajamiento del sistema sale a relucir en nuestras simulaciones políticas. Este año también se llevaron a cabo elecciones en Francia, por ejemplo, una “elección” en la cual los galos podían escoger entre un tecnócrata millonario que estudió en los mejores colegios e institutos parisinos, con ciertos valores de “derecha”, y un tecnócrata millonario egresado de los mejores colegios parisinos, con ciertos valores de “izquierda”. Ni qué decir de ectoplasmas como Jean-Luc Mélénchon, admirador de Hugo Chávez y de la comuna de París, que pretende defender al “hombre común” desde la comodidad de su salario cuatro veces mayor al de un obrero.

 

Evidentemente, esto siempre ha sido así, y son raras las excepciones en las cuales un verdadero outsider llega a saborear las mieles del poder. Pero algo ha cambiado en nuestro modelo de representación, que empieza a hacer aguas: las chabacanerías de un Mitt Romney diciéndole a los obreros que entiende sus problemas o de un Hollande afirmando que entiende lo duro que es vivir con mil euros al mes, se hacen más difíciles de tragar gracias a la aparición de las redes virtuales y la obsesión del hombre contemporáneo por grabarlo todo.

 

A lo que me refiero es que Romney está lejos de haber inventado el modelo político a lo Zelig, de Woody Allen, donde el juego radica en tratar de adivinar qué esperanzas y deseos tiene el electorado para orientar el discurso exactamente en esa dirección. Tampoco es que él haya sido torpe en ese sentido, simplemente desestimó el poder de la red, debido al anacronismo latente en el partido republicano. Porque en épocas pasadas, el patrón de seducción del electorado era simple. Bastaba seguir los pasos de los personajes de Mario Vargas Llosa en “Conversación en la catedral” o aplicar el cinismo de “Mi hermano el alcalde” del colombiano Fernando Vallejo. ¿Se reúne usted con empresarios? Hable de la inversión, de la productividad, de los impuestos. ¿Se reúne con los sindicatos? Hable de congelar los despidos, aumentar los sueldos por decreto y darle participación a los obreros en el consejo directivo. Todo el mundo estará contento ya que ha escuchado lo que quería, y puede usted dormir tranquilo (en fin, tan tranquilo como puede dormir un político).

 

Es en este punto donde entra nuestro mundo de tele-realidad eterno, que desdibuja las fronteras entre lo privado y lo público, que hace estallar la secuencia de juegos de simulacros y desvanece el patrón original. Todo se graba, siempre. Hemos sustituido el tinte dorado con que el sol bañaba nuestras vidas por el parpadeo obsesivo del punto rojo encima del teléfono inteligente. La ubicuidad y el panoptismo de nuestras redes sociales lo vigilan todo, lo capturan todo. Porque la consecuencia de nuestro mundo videódromo no es sólo la creación de un ejército de paparazzis capaces de martirizar a la próxima sensación pop de moda. Si existe algo positivo en nuestro voyeurismo exacerbado, es sin duda la capacidad de voltear estas armas hacia quienes más lo merecen: los políticos.

 

¿Cuánto costó a Romney el tristemente célebre video del 47%? Ese día, los perros de guardia mediáticos salivaron e hicieron una fiesta: vea a Romney como realmente es. Su disfraz de defensor de los desposeídos se hizo añicos, reventado por la misma lógica que ha hecho famoso el trasero de las Kardashian. El blitzkrieg mediático fue implacable: usted a Romney no le importa, él cree que usted es un parásito.

 

De esta manera, hemos inaugurado una nueva era política, en la cual la ambición pura del poder y lo que están dispuestos a decir los políticos para obtenerlo, queda al descubierto. Romney no hizo nada escandaloso al decirle a sus amigos ricachones exactamente lo que querían oír. Lo que él no sabía era que el resto del mundo también lo estaba escuchando.

 

Puede que las nuevas tecnologías obliguen a nuestros políticos a ser más sinceros, o al menos más consistentes. El único problema es que atravesaremos una etapa con una seria crisis de representación primero, una etapa en la cual los gobiernos y los candidatos más indeseables se erigirán como expresión del malaise del electorado común. Porque los únicos sinceros en el juego político suelen ser los fachas: aquellos que dirán, sin ambages, que pretenden reprimir violentamente a los inmigrantes o hacer pagar el desencanto democrático y la desigualdad social a cierto sector de la población.

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En defensa de Occidente

Uno de los argumentos más perniciosos de nuestro mundo contemporáneo es la postura colonialista ideológico-cultural. El discurso, vehiculado siempre desde la sabiduría adquirida gracias a las universidades de Occidente, que pretende afirmar que dicha sabiduría occidental es “cuestionable”. Haciendo alarde de un abanico de autores –occidentales todos–, quienes delimitan nuestro pensamiento desde el lenguaje y la historia, nuestro personaje rebelde anti-occidental, hijo de la postmodernidad pop malentendida, explicará que “todo es relativo” y que no hay valores universales. Después de tal afirmación baladí conocida por cualquiera, el hipster anti-occidental nos ofrece un rictus sarcástico, como si su idea fuera tan novedosa y radical que bastara para acabar con la discusión.

 

Esta postura, profundamente reaccionaria, es la bandera perfecta del no-pensar contemporáneo. Es el punto de partida para escuchar afirmaciones demenciales como que la escisión del clítoris en África es “un problema cultural”, ergo exento de cualquier tipo de solidaridad entre humanos. Los relativistas, en sus intentos por sobrepasar las estructuras de poder falocéntricas (y logocéntricas), nos explican que ellos son “muy respetuosos” de las “culturas diferentes”, que cualquier pronunciamiento sobre el dolor ajeno es una forma de colonialismo occidental. Entonces –y he aquí lo descerebrado del argumento–, para evitar “imponer nuestros valores”, en los cuales no se cercenan los miembros de las personas, el hipster propone no hacer nada. Es tan “solidario” con el sufrimiento de las africanas, que propone mantener el statu quo (y usa palabras como “statu quo”, porque él es leído, y tal).

 

Por supuesto que al hipster aún le queda el camino discursivo, aún más psicótico, de empezar a explicar por qué la escisión del clítoris es una práctica cultural riquísima, más o menos a nivel de los tambores de la costa. No creo ser el único que se haya enfrentado en algún bar al discurso laudatorio de la circuncisión femenina. Evidentemente, el genio que avanza tal barbarismo, insostenible ante el más mínimo análisis de esta práctica extremadamente dolorosa, jamás explica que él espera cercenarle el sexo a su hija o hermana con una navaja de afeitar. Tampoco le importa lo que diga Amnistía Internacional: esa es una organización creada en Occidente, con intereses occidentales. Mejor defender la “circuncisión faraónica“, portadora de un nombre hasta poético.

 

De esta manera, el hipster relativista se contenta, de la forma más conservadora, con sentarse a ver el mundo pasar frente a sus ojos. No puede pronunciarse sobre nada, ya que en su torcida lectura de Baudrillard y Vattimo, nada es real. Ninguna imagen le sirve para pronunciarse sobre el mundo. De lo único de lo que está seguro (aunque me pregunto de dónde le viene tal seguridad, ya que ni siquiera está seguro de que la circuncisión femenina sea dolorosa) es de que hay una manipulación mediática, no se sabe muy bien de la parte de quién ni con qué intenciones, para que todo análisis que hagamos sea relativo y defienda los intereses (oscuros) de algo (¿los cientólogos? ¿el Imperio? ¿la banca judía?).

 

Esta forma particular de relativismo se basa en una ignorancia (fingida o real) de la historia de la humanidad. Según el hipster de turno, a quien le da flojera pensar, la historia también es relativa, por lo cual no se aceptará ninguno de estos argumentos. Lo más patético de este tipo de disquisiciones es cómo se detienen en lo “relativo” como si fuese una sentencia final inapelable, no el comienzo de un nuevo disparate. Porque la conclusión obvia de negarse a cualquier análisis histórico, implica cosas como que en este marco de “relativismo” no podríamos siquiera saber si la batalla de Waterloo ocurrió, si Julio César era romano o si Cristóbal Colón tenía tres embarcaciones en vez de veintiséis naves espaciales. Pero no piensan, o no quieren pensar, entonces esto se les escapa.

 

Sucede que Occidente ha avanzado y creado innovaciones tecnológicas, científicas y sociales gracias a las personas que se opusieron al argumento reaccionario cultural, no lo contrario. Galileo tuvo que batallar para avanzar sus ideas heliocéntricas, Darwin y Freud no se contentaron con decir que en nuestra “cultura” todos creíamos venir de Dios y punto.

La evidencia del bienestar que ha producido el avance de la cultura occidental desde la iluminación es devastadora. El psicólogo cognitivo Steven Pinker, por ejemplo, acaba de publicar un interesantísimo ensayo sobre la reducción de la violencia a medida que las ideas de la ilustración se van popularizando en el mundo. La conclusión es impresionante: vivimos en el período más pacífico de la historia de la humanidad. Sí, el más pacífico. Incluso el siglo XX, con la grotesca instrumentalización de la muerte en los ejes nazis y soviéticos, es menor en cuanto a porcentaje de muertos comparado con épocas anteriores.

Retomando rápidamente mi argumento: la cultura “occidental”, amparada en las ideas racionalistas de la iluminación, la separación del Estado y de la iglesia y los Derechos Humanos, ha producido un mundo en el cual su esperanza de vida es muchísimo más elevada. Usted tiene acceso a procedimientos médicos sorprendentes, impensables; y tiene una expectativa de vida tres o cuatro veces mayor a la de su antepasado en la Edad Media.

 

Evidentemente, existen matices de grises. No pretendo imponer à la Bush en Irak, la cultura occidental en todo el mundo. Eso sería colonialismo ideológico. Pero negar la solidaridad con las minorías del tercer mundo, quienes sólo aspiran a tomar el mismo camino que Europa tomó a partir del siglo XIX, es aún más retorcido. Es decir, nosotros tenemos derecho a escoger nuestra religión, a hacernos transfusiones de sangre y leer artículos en Internet, pero ellos, los indiecitos o sudacas de turno, no tienen derecho a eso. Es su cultura. Están de lo más felices y contentos lapidando mujeres, bebiendo agua contaminada o revolcándose en la basura. Es su cultura.

 

Caricaturizo, obviamente. Pero esto viene à propos de un viaje a la India que tuve la posibilidad de hacer (fotos). Observé, atónito, cómo una persona utilizaba el urinario público y, a escasos centímetros, alguien más preparaba una ensalada. Sin ser biólogo, pensé inmediatamente, “joder, difteria. Cólera. Disentería. Pobre gente”. Sin embargo, cuando compartí mi horror ante las (inexistentes) condiciones de higiene, me topé con esta perla, “es que es su cultura. Son así”. ¿Su cultura? ¿El cólera está en su cultura? ¿Cómo es eso?

 

Este hipster relativista, a quien le parece divertidísima la pobreza ajena (porque son “felices”, claro), disfruta de una educación avanzada, viaja por el mundo, tiene acceso a medicina, a un plan de retiro; pero le parece que es normal que los demás no lo tengamos. Es decir, si la “cultura hindú” es beber agua contaminada, ¿es la “cultura africana” transmitirse el SIDA? ¿Es parte de la “cultura norteamericana” ser obeso e hipertenso?

 

¿No son estas prácticas que deben evolucionar? ¿No es así como llegamos en occidente a tener el nivel de vida que tenemos? ¿Por qué darles la espalda a los hindúes, árabes o chinos que nos dicen que aspiran a evolucionar hacia una democracia igualitaria adaptada a su religión y prácticas, para explicarles que deberían ser felices en sus ciudades subdesarrolladas, que no saben la suerte que tienen de no ser “manipulados” por los “media” occidentales todo el día?

 

Esta postura hipster relativista es lo más retrógrada posible. Imagino a Pasteur explicándole a una tribu africana que hervir el agua reduciría la tasa de muerte infantil, y a un hipster tratándolo de “colonialista”, que por qué no deja que los africanos vivan sus vidas “felices”, con lombrices, desnutrición, hambre y muerte. Que esa es su cultura.

 

Que la forma y la manera de globalizar los avances del mundo Occidental sea un tema peliagudo, sumamente espinoso y a ser tratado con cuidado, es obvio. Exige un debate serio en torno al tema. Pero no es con el mutismo acomodaticio del hipster de turno que llegaremos a algún lado. Que esta forma de pensar sea el engendro putativo de nuestras instituciones de educación superior es lastimoso y vergonzoso.

 

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Varanasi, ciudad de despedidas

Retumba una risa espasmódica, de ultra tumba, especie de Guasón anticuado en una serie televisada de Batman, por encima del Ganjes. Nuestro capitán de embarcación, un chico de unos doce años, señala una explanada de cemento donde se encuentran los “hijos de santos” haciendo “terapia de la risa”. Acto seguido, echa la cabeza hacia atrás y une su carcajada a la sinfonía que se propaga por el muelle (ver vídeo).

 

Son las cinco y media de la mañana en Varanasi, una de las siete ciudades sagradas de la India. Es aquí donde Vishnú plantó su tridente, donde Shiva llenó un pozo con su sudor; a pocos kilómetros se encuentra el árbol bajo el cual Siddharta Gautama se quedó dormido y justificó su ausencia al trabajo explicando que había inventado una nueva religión y que de ahora en adelante su nombre artístico sería “Buda”.

Varanasi es la ciudad poblada más vieja del mundo. Resiste los embistes del tiempo con su rutina ancestral e imperturbable que se repite cuidadosa y perfectamente con cada amanecer. A orillas del Ganjes, los indios se reparten a lo largo de los peldaños que conducen al río para realizar sus ablaciones diarias, sus rezos y sus actividades de aseo. Los ghats, como se les llama a estos muelles, son el equivalente indio de una taberna española o de un pub inglés: la gente escoge el que más le atrae y le es fiel, bañándose acá cada mañana y ciertas tardes.

El Ganjes es Dios. Ente todopoderoso y purificador, recibe ofrendas y rezos, pero también excrementos, basura y cuerpos humanos en descomposición. Bajo su oscura capa aceitosa, el río engulle todo lo humano y lo cambia por algunas burbujas que se inflan en su superficie.

Sucede que Varanasi es la clave al ciclo de reencarnaciones hindú. Es como el atajo o manipulación que exigía mi vieja cónsola de videojuegos, donde “Contra” -infeliz intento de la administración Reagan de volvernos todos anti-sandinistas-, era imposible de ganar a menos que pulsaras el código “Konami”: Up, Up, Down, Down, Left, Right, Left, Right, B, A. Esto permitía obtener treinta vidas, algo razonable ya que tu personaje estaba invadiendo Nicaragua y todo el mundo quería despedazarte con un lanza cohetes.

De esta manera, el sistema de castas hindú, el ciclo de reencarnaciones, el miedo de reencarnar en rata o mono; todo eso desaparece si usted toma el atajo Varanasi. Sólo hace falta morir en Varanasi. Si usted fenece en esta ciudad, su cuerpo será incinerado y sus cenizas echadas al Ganjes. ¡Listo! Usted pasará directamente al más allá sin tener que lidiar con las molestosas consideraciones del karma y la reencarnación.

 

Por supuesto que la pregunta lógica que se deriva de esto es: ¿por qué no ser un verdadero hijo de puta, un Pinochet hindú en carne y hueso, y luego asegurarse de morir en Varanasi? (Nadie supo contestar a esta pregunta).

Esto hace que todo Varanasi sea un versión voyeurista del concepto heideggeriano de “ser para la muerte”: acá, todo el mundo está pensando de manera obsesiva en el más allá. Familias enteras vienen con sus abuelos para verlos morir, una cuestión que debe llevarles mucho tiempo, ya que el alivio, las risas y la alegría al ver el cuerpo ardiendo del antepasado encima de una pira de cremación, son enormes.

Varanasi es la ciudad del espiritismo hindú. Es como estar rodeado de muertos vivientes: la gente camina, como sonámbulos, hasta las estatuillas de deidades coloradas con lo que parece ser una versión cancerígena de amarillo número 5, para rezarles y prenderles velas. Las consideraciones mundanas no molestan a nadie (excepto a nosotros, claro); Varanasi es una ciudad de despedidas, el fin del camino humano.

Al tercer día hago mi primer (y último) curso de yoga de mi vida. Siento algo de alivio cuando saco la lista de “cosas que hacer antes de morir” para tachar “yoga en la India” de la lista (le sigue: “surfear en Hawai”). Intentamos caminar mirando el suelo para no “bautizarnos” con una –muy frecuente-, deyección de vaca en los zapatos, pero esto resulta poco recomendable dada la posibilidad de chocar directamente con una vaca de carne y hueso. O un chivo. O perro. O rata. Monos no; extrañamente, hay pocos. Claro que caminar observando el piso de tierra tiene sus ventajas, nos evita caminar por encima de los automutilados, echados por doquier, quienes arrastran sus tocones por encima de la tierra, basura y excrementos. Poco importa: todos vamos a morir, y si estamos en Varanasi, mientras más rápido, mejor.

En el medio de este pueblo encontramos lo que puede ser fácilmente descrito como la mejor venta de Lassi (yogur hindú) del planeta. Propuesta ecléctica, la tienda ofrece legalmente yogures de todo tipo (mango, manzana, guayaba, café, chocolate) e ilegalmente haschisch y ácido lisérgico. Esto responde rápidamente mi interrogante sobre la abundante cantidad de turistas empujándose para entrar a la tienda, y confirma el veredicto de nuestro capitán de doce años en el Ganjes cuando nos dijo, “este es el hotel de los yonkis. Vienen a Varanasi y se quedan pegados. Si queréis droga (sí, hablaba con acento ibérico), venid aquí”.

Hay algo verdaderamente místico en esta ciudad. Después de cuatro días codeándonos con personas a quienes les importa muy poco lo terrenal -aquello que nosotros llamamos “realidad”-, mis preocupaciones parecen haberse evaporado. Una tarde, mientras disfrutaba los rituales de cremación y aspiraba el olor a carne humana quemada en el Manikarnika Ghat, entendí la fatuidad de la existencia, de mi existencia. ¿Qué importa la vida, si al final todos terminaremos, de manera más o menos metafórica o literal, quemados y echados al Ganjes en medio de una gran nube de cenizas?

No queda nada, el tiempo lo destruye todo, ni siquiera el espejo de Borges que multiplica a los hombres puede regodearse en la permanencia. Algún día mis libros no estarán allí, enterrados, olvidados, perdidos –en el mejor de los casos-, en el saqueo de la próxima biblioteca de Alejandría o museo de Bagdad. Todo lo que fuimos se esfumará, sólo nos arropará el olvido.

 

Sin embargo, cuando me levanté y la vi, sus ojos negruzcos y punzopenetrantes abriéndose paso entre la humareda caníbal, me dejé llevar por su mirada infinita, por la profundidad ébano de aquellas pupilas que ahora eran yo, eran parte de mí.

-Ya podemos irnos, he visto lo que vine a buscar.

-Yo también, respondió, uniendo su mano a la mía mientras caminábamos una última vez por el cementerio gigante que es el Ganjes antes de volvernos a la civilización occidental.

(Ver todas las fotos)

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Dude, where’s my Khar(ma)? (India)

El mono nos está siguiendo. Tiene cara de pocos amigos. Me corta el paso, colocándose entre las escaleras y la salida del templo, y se empieza a acercar, erguido, en plan de mono César en El Planeta de los Simios (creo verle tratando de decir, “¡no!”, pero la adrenalina no me deja concentrarme). Hago un amago de lanzar la comida lejos y escondo el paquete detrás de mi espalda, pero el mono, que no es perro, mantiene los ojos fijos en mí. Última opción, arropo la comida como pelota de rugby y, tratando de recordar tácticas y maniobras de un deporte que nunca seguí, hago una finta: izquierda, derecha, y muevo la cabeza a lo Mohammed Alí. El mono ni siquiera parpadea. Me observa con curiosidad y, una vez agotada mi maniobra, da otro paso hacia mí. Pela los dientes…

 

Estamos en la carretera, rodando hacia Agra y Jaipur, capital de Rajastán. Siento algo de alivio al dejar el infierno de contaminación y basurero eterno que era Delhi, hasta que constato con decepción que la basura en la India tiene el don de la ubicuidad: está en todas partes, todo el tiempo. Me extraña que no hayan convertido la basura en Dios, ya que es omnipresente. Y con lo feas y poco espirituales que son sus deidades (lo cual corroboro al llegar a Varanasi), rezarle a una bolsa de Doritos que flota en un pozo de agua estancada no sería tan tirado por los cabellos.

Nuestro chofer se llama Masta Ram, un indio flacuchento con voz aguardentosa y una tos perenne. Es inteligente, el Masta: yo tuve que estudiar como 7 años y escribir dos tesis para poder decir que tenía un “Master”; en cambio, el amigo indio simplemente se lo puso directamente en el nombre y se dejó de formalismos. Me pregunto si su hermano se llama “PhD” y reflexiono sobre lo intraducible de Chespirito y su “dígame, licenciado”. Diferencias culturales.

Después de protagonizar nuestra versión criolla y, por qué no decirlo, bastante cutre, de la película, “Indiana Jones escapa del templo de los monos”, Masta nos conduce en una maratónica excursión por los templos y fuertes del norte de la India. Vemos el Taj Mahal, donde tomamos exactamente la misma foto que 3,435,675 personas antes que nosotros; visitamos la ciudad rosada de Jaipur y el fuerte de Fatehpur Sikri.

La comida hindú comienza a hacer estragos. Después de un plato de lentejas Daal, termino no sólo con una gastritis legendaria, digna de película de Jackass, sino con una fiebre extrañísima. Hace cuarenta grados pero yo estoy arropado bajos las sábanas, con suéter, temblando y sudando.

Finalizamos el periplo a los cinco días, tomando un tren de regreso a Delhi. Por supuesto que el tren bien valdría un comentario en sí mismo; ya que nadie parecía saber nada sobre los puestos que teníamos asignados, ni si estaban confirmados, o a qué hora llegábamos (esto es normal en lo que se refiere a transporte ferroviario indio, aprendí). Sin embargo, logramos subirnos y evitar que el controlador de boletos nos eche del tren. Después de varias paradas del tren en medio de la nada (algo inexplicable) y atravesar barrios enteros construidos sobre los basureros que colindan con las vías del tren, llegamos de regreso a la capital.

Lamentablemente, la moral del pelotón Ulive-Silva estaba de lo más baja luego del rally por todos los fuertes y templos posibles (todos, valga decir, más o menos iguales), el malestar estomacal que nos ataca a ambos en momentos diferentes y las olas de vendedores ambulantes y timadores que debes sortear cuando vas a la trampa de turistas que son Jaipur y Agra.

 

Al llegar de nuevo a Delhi, se nos ocurre la brillante idea de “salir a caminar” mientras esperamos nuestro avión para Varanasi. Descubrimos que los alrededores de la estación de trenes son el sitio ideal para un monumento que bautizamos “oda a la basura, parte XIX”, amén de los rickshaws, motos, automóviles, autobuses y demás que amenazan con aplastarnos mientras caminamos por lo que queda de acera; es decir, el pedazo de vereda que no está o lleno de escombros, o de excrementos animales, o de gente durmiendo/vendiendo frutas frescas, por ejemplo (“Ningún día es perfecto para un brote de cólera” –Salinger wink).

Al final de este vigorizante paseo, nos topamos con un vagabundo descalzo y sucio que nos explica que viene de Rajastán. “Llegamos de allá hoy”, le explico, pero él, ni corto ni perezoso (y sumamente loco), decide demostrar su amabilidad tomando a Andrea y estampándole un beso en el cachete antes de que podamos reaccionar.

 

Después de correr al loco, volteo y veo a Andrea temblando, como cazafantasmas al que acaba de babear un monstruo, obsesivamente limpiándose el cachete (o tratando de arrancarse la carne, no sé), para luego decir: “me. Quiero. IR. De. AQUÍÍÍ”.

 

Antes de subir al avión, decidimos montar una protesta pro-occidental y anti-hindú (sobre todo anti-hindú), comprando el tobo más grande de pollo KFC que encontramos para engullir el grasero y recordarnos que sí hay vida más allá de la India, que no toda comida tiene que ser picante o descomponerte el estómago y que si nos van a llenar de tierra y sucio, por lo menos que sea el grasero de un pollo frito.

 

Afortunadamente, no contábamos con Varanasi. Es la ciudad más impresionante de todo el viaje, la que hará que todo esto valga la pena…

(continuará…)

 

 

Leer la primera parte: Delhirium Tremens

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Delhirium tremens

La ciudad de Delhi es una anciana convaleciente, boca arriba e inmutable, como tortuga en una playa de desperdicios. Desde que aterrizamos, su enfisema pestilente nos envuelve: Delhi escupe olas de contaminación y podredumbre al ritmo de sus rickshaws estridentes y anárquicos. El retumbar obsesivo de sus bocinas oligofrénicas gobierna la calle, los peatones sortean taxis, autobuses, carretas, vacas, vendedores ambulantes y cocineros nómadas; todo bicho que camine, repte o se arrastre cohabita en la capital India con sistemas de locomoción más o menos improvisados (ver video).

 

Los semáforos en Delhi son como una novia sumisa. Jamás ordenan -ni siquiera pretenden elevarse por encima del caos citadino-, simplemente sugieren, susurran, ventilan posibilidades y lanzan propuestas a la masa informe de conductores. La luz roja en una esquina de Connaught Place significa un tímido “tal vez sería buena idea que te detuvieses, no sé, digo yo”, propuesta que es ignorada olímpicamente por la jauría de motores que rugen y avanzan, aplastándolo todo, como Atila.

 

En esta ciudad, y en la sociedad india en general, el tiempo ha desaparecido de sus relojes. Las cosas suceden cuando tienen y deben suceder. Cualquier pretensión de trazar hilos de causa-efecto choca con la dura realidad de un país regido por una especie de “happening” permanente. Los trenes llegan al mejor estilo Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, atrasados, adelantados o tal-vez-en-algún-momento-futuro-no-sabemos; eso acá no reviste importancia alguna.

 

Igual sucede con el resto de la ciudad, que se convierte en un devenir eterno. La gente se echa a dormir cuando llega Morfeo, engulle samossas cuando el hambre acecha, se baña cuando se siente sucia. Nada detiene el fluir del río, los indios se contentan con flotar alegremente hacia un destino desconocido pero seguro.

 

Los indios nos interpelan con fascinación al vernos intentar sortear y entender su ciudad. Su orgullo es ejemplar y envidiable: muchos nos hablan simplemente para expresar el honor que es para ellos ser nuestros huéspedes en su país. Otro se acerca a nosotros, nos ayuda, nos orienta. Cuando le preguntamos qué espera sacar de todo esto, que nuestras finanzas no permiten contar con los servicios de un guía, nos explica que es “karma”. Que él pretende viajar y espera conseguir la misma generosidad en un futuro, de la parte de otras personas, en otras latitudes.

 

Visitamos los vestigios de las múltiples civilizaciones que han pasado por Delhi, desde las más aindiadas, hasta las más islámicas. Ambas culturas se abrazan y se unen para erigir minaretes y palacios imponentes por toda la ciudad. Entre las fritangas callejeras y los mercados ambulantes aparecen monumentos imponentes construidos con la sangre de las guerras entre civilizaciones y religiones. Todo sincretismo urbano se levanta sobre las tumbas de aquellos caídos en las amargas luchas iniciadas por seres egocéntricos y megalomaníacos.

Delhi sacude mis certidumbres y me llena de interesantes datos: aprendo que la canción favorita de Gandhi era ” Vaishnav Jan to tene kahiye“, no “Who let the dogs out?”, como yo pensaba. Caminamos sus contaminadas calles con una fila de rickshaws siguiéndonos como al flautista de Hamelín (“very cheap sir. I take you”), esquivamos vendedores y timadores de toda índole, bebemos cerveza en los bares ilegales de la ciudad.

Terminamos el periplo junto a Gautam, el último eslabón de una cadena que empieza, “el amigo de un amigo de un amigo” (etc.), quien ha logrado finalmente reencarnar en Brahmán. En la lotería social que representan las castas, a él le fue adjudicada la posibilidad de llevar una vida de estudios y trabajo. Gautam es una persona increíblemente cálida y amable, quien nos abre las puertas de su casa y nos invita a cenar. Nos explica su visión de la India, sus decepciones y aciertos, la galopante inigualdad y pobreza que golpea a una inmensa parte de la población. No todos han sabido esquivar los obstáculos para montarse en el tren del progreso informático y de libre mercado de los noventa. En la India, aquellos sin papel que jugar en la nueva economía han quedado relegados y olvidados por el sistema. Se les deja hacer de las suyas e inventarse un futuro al margen de la sociedad. La supervivencia es su única meta. Son ellos los que manejan las carretas o venden té chai en las esquinas. Son los desclasados, los asociales, los va nu pieds (literalmente) producto del modelo actual. En otras ciudades los controlamos, los encerramos, los ghetto-izamos; en la India, rondan libremente, convencidos de que su fortuna está ligada a las reencarnaciones. No han salido de la boca de Brama sino de sus pies, y la India ha conseguido, a través del sistema de castas, legitimar todos los fracasos de nuestra globalización, etiquetando estos niños del Brasil neoliberal, estas grotescas reacciones inesperadas al fallido laboratorio económico mundial, como dalits o shudrás.

 

(Continuará…)

 

 

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