…alguien propone que vayamos al squat cerca de Pigalle, al norte de París, porque esa noche según y que hay una fiesta bárbara. Algunos minutos más tarde, estoy parado frente al edificio abandonado que las asociaciones de artistas han invadido, transformándolo en taller.
La puerta entreabierta da acceso a una construcción que parece salida de “el regreso de los muertos vivientes”, los muros escupen grafitti y una flecha señala la escalera que debemos subir. No escucho música, no escucho gente, algo raro entre los ecos parisinos que hacen que un radiecito Sanyo pueda despertar a toda la cuadra si se enciende. Sin más ni más, nos aventuramos escaleras arriba.
Como la mayoría de los squats, los pisos del edificio son utilizados como dormitorios y habitaciones de los inquilinos. El proceso para entrar a un squat es largo y tendido, lleno de vericuetos legales, aunque conozco muchos amigos que han logrado vivir o aún viven allí. En todo caso, después de ocho pisos de escaleras decorados con recortes de periódico anti-gubernamentales y dibujos que te acosan desde todos los ángulos, llegamos a un pasillo multicolor.
Empiezo a escuchar la música y oler el hachís, claves indiscutibles de que aquí es el guaguancó. Al final del pasillo trippy, entramos a un loft convertido en taller de pintura donde cuelgan y reposan cuadros en todas las paredes.
Pasando el taller, llegamos a la fiesta. Saco mi botella de vino y constato con alivio que es la primera vez que llego a una fiesta y no me siento discriminado. Discriminado porque mi vino de dos euros que produce caras de “fo” en los contextos burgueses de la ciudad, aquí es recibido con beneplácito. Reparto vino, me acerco a la mesa de pasapalos; en la pista de baile, alguien intenta hacer una coreografía parado de manos y cae estrepitosamente al suelo. El DJ se encarga de poner el ambiente, aunque los que sacudimos la cabeza llevando el ritmo mientras vemos las pinturas de la sala estamos dispuestos a bailar lo que sea.
En una esquina, un tipo trabaja sus pinturas, aunque son las tres de la mañana de un sábado. Permanece tranquilo, encerrado en su mundo, como si las decenas de borrachos gritones arrastrándose por el piso del squat no existieran, o fueran una alucinación del porro que cuelga de sus labios mientras el pincel cuelga de su mano.
Más allá, la sala da paso a otros pasillos, donde la gente pinta las paredes. Hay pinceles y potes de pintura regados, una invitación a los más valientes a contribuir al mural. Algunos se atreven, agregando trazos taimados, otros intentan lanzar pincelazos à la Pollock, otros observamos. Me siento tentado, pero mi completa impericia a la hora de manipular un pincel me restringe. Estoy seguro de que si me pasan el pincel no podré resistir la naturaleza: Escribiré frases sueltas encima del mural en lugar de pintar.
Aparecen algunos fotógrafos que, aprovechando la luz irregular y extraña, deciden hacer retratos conceptuales en un rincón de la fiesta. El Basquiat de la esquina sigue pintando, y ahora que son las cuatro de la mañana, algunas parejas se desatan en la pista. Escucho algunos gritos, un altercado: cuando pregunto qué pasa me explican que pasó lo inevitable. La novia de uno de los pintores no pudo resistirse y decidió practicarle una felación a un extraño en uno de los pasillos, no tan oculto como sería deseado, cuando se trata de infidelidades. Al final, como en las películas francesas, la cosa no pasa de las quejas y los gritos, aquí nadie se golpea.
Se acaba la fiesta y salimos a un París extrañamente cálido, de noche clara y estrellada. Agarro lo que queda de mi botella a precio solidario, enlazo a mi novia por el cuello y decido caminar, sin rumbo, para perdernos en las calles torcidas de la ciudad, mientras baño mi alma con la bebida y pienso, carajo, qué buen sábado que ha sido.