Déjense de pendejadas: Que si el asiento se reclina, te damos mantas y cojines, hay una “excelente” selección de películas y la comida gourmet la preparó un chef internacional. Todo muy bonito, todo muy barroco, todo muy forma sin fondo. Estrategias comunicacionales para obviar el hecho que viajar es una roncha, es sacarse las cordales el jueves de semana santa, es ver un partido de beisbol de la liga criollitos.
Viajar es horroroso, sobre todo en vuelos internacionales, porque te convierte no en un pasajero respetable que contribuye a la economía del país, sino en un potencial terrorista, un contrabandista de ropa, un inmigrante ilegal que todo policía del aeropuerto debe revisar minuciosamente. Caminas hacia el terminal de embarque y te reciben ojos agresivos, como si fueras la reina de belleza de la Universidad paseándose por un bar de marineros que acaban de llegar luego de varios meses en altamar. A mí, en lo particular, siempre me paran, si no es el control de costumbre es la identificación de la maleta porque los libros, las películas o los discos “parecen paquetes de algo” -como siempre me explican-, a lo cual yo respondo que sí, que parece un paquete con libros, discos y películas, que es lo que es.
Pero esto está lejos de ser lo más traumático, amén de las arbitrariedades. Este año decidimos que no pueden pasar el control con zapatos. “La nueva ley” dice que tienes que quitarte el cinturón. Qué haces con ese cortauñas. A quién se le ocurre llevar agua en una botella plástica. Esto va decomisado. Aquello no pasa. Bote el encendedor. Hágase unos rayos X para ver si lleva dediles. Tómese esto. ¿Qué fue a hacer de vacaciones en Beirut? ¿Le gusta Bin Laden?
Porque la arbitrariedad de la estupidez hace que, gracias a un loco que nadie conoce -que probablemente ni siquiera existe-, que trató de mezclar nitroglicerina en el baño del avión, ahora nadie puede montarse con un inocente pote de plástico que dice “Minalba” y sabe a agua. Dentro de poco, cuando aparezca un degenerado con complejo de alquimista tratando de sintetizar diamantes en el baño, prohibirán todo lo que contenga plomo. Que yo sepa, estuvimos por lo menos treinta o cuarenta años con pocos o ningún ataque terrorista en aviones, momento durante el cual la gente viajaba con navajas suizas, zippos y botellas de gasolina abordo sin que nadie dijera nada. Ah, los días felices del pre-once de septiembre.
Pero si usted no ha tenido suficiente con la imbecilidad de las normas y los militares y policías dados a agregar su grano de brutalidad a tal infamia, después se enfrentará a la estupidez de sus co-pasajeros. Aquellos que empiezan a hacer cola frente a la puerta de embarque a pesar de que les explican mil veces -primero un aviso general, luego una aeromoza que se pasea gente por gente y repite lo mismo-, que el embarque se efectuará por número de asiento. Usted está en la fila quince. Primero embarcan de la treinta a la cuarenta y cinco. ¿Cúando? Un poco después. Imagínese. Usted es la quince. Sí, todos estamos cansados, señora, pero si no mantenemos el orden de alguna manera… No, no hay excepciones. Tiene que esperar. Ya va a pasar, no se preocupe; y luego de todo esto, la vieja, que lleva entre sus brazos dos cajas de perfume comprado en el duty free y un osito de peluche gigante para su nieta (“en la maleta se arruga”), permanece sin mutarse, en la cola ficticia frente a la puerta de embarque. Su rol social está por supuesto en complicar todo, hacer que, cuando vas a montarte porque llaman tu fila, tengas que pedir permiso y la vieja te ponga mala cara creyendo que te estás coleando o haga algún comentario incoherente sobre cómo deberían sentar a la gente por edad y fila.
Una vez dentro del avión, usted formará parte de este Auschwitz de lata mal llamado “aeronave”, donde lo primero que hacen es explicarte qué hacer en caso de accidente. ¿No es como pavoso? Cuando coges un ferry o un tren, nadie se te acerca para explicarte que debajo del asiento hay un salvavidas. Sin embargo, ahí está Jimmy o Johnny, jalando una máscara de oxígeno y colocándosela con una sonrisa, como si el hecho de quedarse sin aire a esas alturas fuera equivalente a otra cosa que una sensación de muerte del carajo. Acto seguido, usted recibirá una almohada lo suficientemente espesa como para acolchonar un cuarto de cachete de bebé. No es una almohada, es un trapo. El McCombo de la incomodida viene con todo y manta para muñeca imitación de Barbie, un coleto de felpa cuya tarea es taparte o del ombligo pa’ rriba o de la panza pa’ bajo, jamás los dos (quién te manda a viajar en clase turista).
Si usted sobrevive a esta experiencia de nueve o diez horas con ración de comida de preso incluida (y ofertas para pagar las cervezas a tres euros abordo), desembarcará del otro lado del océano con algo llamado “síndrome del pasajero turista”, un nombre demasiado bonito para denotar el hecho de que tienes todo el cuerpo entumecido y engarrotado, y que los tobillos azules son por falta de circulación.
Pero bueno, capaz soy yo. Si alguien le ve algo de positivo a esta entelequia llamada viajar, que me avise. Así en mi próxima consulta con mi psicólogo, Edmundo Chirinos, ventilo posibles soluciones…