Apuntes venezolanos y esbozos caraqueños (1)


Me presenté en el país luego de un rato de no venir. Caracas ha evolucionado en su eterna obsesión de parecerse a “la cosa” (the Thing) de John Carpenter, llegando, en la época actual, a un nivel de similitud poética digna de aplauso. Seguiré apuntando pendejadas cuando tenga la oportunidad, así que no dejen de leer…

Vuelta al país suicida, a esa Venezuela a punto de cortarse las venas, a la Venezuela-para-la-muerte, como diría el insigne filósofo guaro Heidy-ger.

La vorágine existencial de nuestro país consume almas y escupe adictos al petróleo, las almas consumen Hummers. Todo el mundo tiene sus tracks, todo el mundo exhibe las marcas de la heroína que palpita bajo la piel nacional al dejar desnudos el boquete hambriento del carro por donde chuparemos tanques enteros y los pagaremos a un dólar.

Pero empecemos desde el principio, esa odisea-periplo doloroso como pagar penitencia para entrar a una fraternidad que se llama viajar en avión. Good doggie, good doggie, te dice la aeromoza en el lenguaje universal del capitalismo mientras te da palmaditas en la cabeza e intenta venderte audífonos a seis dólares o cervezas a tres. Un viaje intercontinental sin audífonos es más aburrido que ver un partido de beisbol sobrio. Afortunadamente, los auriculares de mi I-pod funcionan y me dan acceso a propuestas culturales de la talla de “Meet the Spartans” o “I am Legend”. Gracias a Dios, los aviones tienen las puertas cerradas a presión porque si no, el suicidio masivo produciría gente lloviendo sobre las islas del caribe un buen rato.

Después de diez entretenidas horas de viejas gritando entre las filas bebés llorando niños corriendo adultos gritando y corriendo detrás de ellos una masa amorfa de comida salida del set de 2001 odisea en el espacio un adulto con complejo epiléptico dado a abrir y cerrar compulsivamente la ventana que da hacia el sol las clásicas patadas en el asiento y el reumatismo en las rodillas, pisé la tierra de Blanca Ibáñez.

Venía la segunda parte de tu misión, Vicente, si deseas aceptarla, que era el tomar un taxi después de pasar una entrevista de RH al chofer para discriminar a los piratas. Mi madre, en una especie de cruce entre García Márquez y los cuentos fantásticos de Poe, había pintado un panorama de asaltos carreteros que ríete de Mad Max. Mientras el taxi rebotaba como flubber en una autopista donde me gustaría creer que alguna vez se deslizaron los carros, la choferesa (sí, me tocó una de esas. Y sí, mujer taxista no es un cliché. ¿Kurt Russell en Dead Proof? A Tarantino le falta imaginación) se lanzaba en un soliloquio lleno de pathos sobre la inseguridad. Es que ni Sir Lawrence Olivier haciendo de King Lear en la escena esa donde grita, “mi hijo, mi hijo” y le arrancan los ojos. Bienvenidos a la Ilíada criolla, gente.

Por ahora los dejo con esta descripción a vuelo de pájaro. Son las siete y media, por acá llueve que ni en Dublín, no veo el Ávila. Lo demás sigue igual, la vecina grita y “educa” a los niños en un kinder pirata que abrieron frente a mi casa y el vecino, en lo que los intello llamarían un diálogo de sordos, responde con discos quemaítos de Reagguetton.

Para que las cosas cambien, es necesario que todo siga igual…
Reportó para ustedes, Vicen Terror, Krisis, co.

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