"Historias de un arrabal parisino" (Primer capítulo)

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El primer capítulo del libro, para que puedan echarle un ojo…

Como dijimos en la entrada anterior, el libro consta de dos partes, dos enfoques y dos estilos. Este es el primer capítulo de la primera parte, que versa sobre el arrabal en sí mismo y su forma de vida, en oposición a los barrios burgueses y encopetados del resto de la capital francesa.

Capítulo I: Llegada al arrabal
– ¡El apartamento queda a diez minutos caminando de Montmarte! -Me dijeron por teléfono.
-¿Montmartre? -Pregunté-. ¿Donde vivían los poetas, los pintores, los escritores? -Exactamente, te va a encantar…
Y fue así como desembarqué en París, para aprender el idioma y buscar cupo en algún postgrado de la Universidad. Resulta que la familia me había dicho: “o estudias, o trabajas” y ante la horrible idea de pararme temprano y tener que usar flux y hasta comer cereal, agarré mis pocas pertenencias, unos cuantos libros y pensé, qué diablos, mejor me voy a París y vivo la vida Bohemia por allá a ver qué tal. Le mandé algo de dinero a una amiga y conseguí un piso tipo estudio, en pleno barrio Barbès.

Había estudiado, como todos los idiotas rebeldes, una carrera inservible, en el sentido laboral del término. Había pasado seis años sentado en un pupitre de la Universidad, y ahora tenía un diploma que me acreditaba como “Psicólogo”, a pesar de que no tenía la más mínima aspiración de ejercer la carrera. Durante los últimos años de estudio, me dediqué a leer a Jacques Derrida y Jean-François Lyotard, así que era obvio que debería ir a Francia. La verdad es que lo único que me interesaba -y eso de a ratos-, era discutir teorías psicológicas y leer filosofía.

Se puede decir que soy un caso típico de la generación bastarda post años ochenta: Un loco borracho con sus ideales y sueños que sabe que nunca realizará, un pseudo rebelde, pseudo postmoderno, pseudo deconstruccionista; en fin, pseudo todo. Si algo tiene mi generación es la frustración de no saber contra qué tenemos que rebelarnos. En los setenta, había una lucha hippie, antes, una lucha por ideales comunistas. En los ochenta no hubo nada. Los ochenta fue un exceso de cocaína y wall street, mezcla fétida de camisas de colores y música new wave. Entonces nosotros, los que fuimos adolescentes en los noventa, sabíamos que teníamos que rebelarnos, al igual que todos los demás jóvenes de otras épocas. Pero, ¿rebelarnos contra qué? ¿Contra los ochenta? Rebelarse contra Cindy Lauper es una idea tan ridícula que sólo empujaría a la gente a la inacción. Menos mal que luego vino Kart Cobain, dándole a alguien una etiqueta para nosotros. Éramos la generación ‘grunge’, término que nadie entendió.

Así que la gente como yo, sin rumbo ni sentido en la vida, sin tener siquiera una lucha que defender, sin poder identificarse ni con las feministas ni con las minorías oprimidas ni con las luchas de clases; no hicimos más que ponernos los auriculares para escuchar las letras incomprensibles de Cobain y desconectarnos del mundo. Era la única opción. O al menos la más viable.

Y llegó el fatídico día en el cual tu suerte está echada. El día en el cual tienes que dejar de soñar. Pues deberás formarte en algo. Tienes que ir a la Universidad. O trabajar (vaya alternativa). La Universidad, pues. En Humanidades, claro está. Y leímos Nietzsche 1 (Aquí hay una cita a pie de página: Filósofo alemán autor de « Así hablaba Zarathustra », « Más allá del bien y el mal » y « El Anticristo », entre otros.), y denunciamos la decadencia espiritual del mundo. Y nos regocijamos en ello. Y luego alguien nos dijo que había un país donde la gente sabía quién diablos era Nietzsche sin que se lo explicaran en un pie de página. Un país donde los filósofos, of all people¸ podían levantar carajitas en los bares. Donde los intelectuales tenían groupies. Donde todo el mundo leía Foucault. Francia. Ese país sería nuestra liberación.

Yo vengo, de hecho, de Suramérica. Venezuela, el país que me vio nacer, es igual de contradictorio que cualquier otro país adinerado del continente. Somos bastante norteamericanos; a los venezolanos nos encantan los carros grandes, la cerveza fría y las mujeres culonas. Discutimos deporte. Llevamos a las chicas a la playa. No leemos Nietzsche. Así que, cuando un venezolano se plantea la migración, el lugar preferido es Miami. En esta ciudad, usted no tendrá que adaptarse en lo más mínimo: Hay ron venezolano, comida típica y televisión en español. La parte de Florida conocida como “Weston Beach”, se le llama “Westonzuela”, debido a la cantidad de venezolanos que hay.

La gente que quiere algo más de “cultura”, suele optar por instalarse en Nueva York. Manhattan, claro, porque hay más dinero. Y así van, nuestros graduados de derecho o medicina, de lo más feliz y contentos a ser mesoneros en Nueva York y vivir las cuatro estaciones. Cada quien escoge, supongo. Otros escogen ir a España, por ejemplo. Aquí, la decisión es simple. Madrid, para “ir a hacer negocios” o Barcelona para “vivir la bohemia” y el arte.

Así que mis opciones no eran muchas. Ahora bien, que no se me mal entienda: todas estas ciudades son hermosas (bueno, excepto Miami, eh), y tienen mucho que ofrecer. Pero para alguien que quería bañarse en la filosofía, escribir un libro y aprender todo lo posible de una cultura distinta, ir a Madrid o Barcelona no era opción. Me tratarían de sudaca idiota, incapaz de pensar y bueno sólo para tocar la flauta de pan peruana en el Metro. En los Estados Unidos tampoco me hubiese ido bien, debido a mi alergia al trabajo físico. Trabajar, sí, pero reventarse la espalda como mesonero para un restaurante del cual nunca se será dueño me parecía demasiado ridículo. La verdad es que nunca pude tragar la filosofía protestante ésa según la cual debemos realizarnos a través del laburo. Los alemanes hasta tienen una palabra para ello, “beruf” o vocación, por lo cual un mesonero que se identifica con su profesión debe naturalmente ser el mejor mesonero del mundo, claro está. Eso no era lo mío, y en Estados Unidos hay dinero, sí, pero hay que trabajárselo. Y dinero, así, en abstracto, nunca fue algo que me interesara demasiado, ni siquiera lo suficiente como para que me parara de la cama en las mañanas.

Francia, en cambio, tenía aires de ser una ciudad distinta. No sólo porque todos los franceses leían, sino porque es bien sabido que no les importa un comino su trabajo. En Francia hay 35 horas de trabajo a la semana, por lo cual la gente en su tiempo libre se dedica a ir a museos y comprar discos de Jazz. En Francia la gente no conduce carros inmensos, sino compactos como el Smart. En Francia la gente vive la vida: Comen, fuman, sin importarles demasiado la salud o el estado físico como a los norteamericanos. Los franceses parecen entender que divertirse cuesta, y que si hay que pagar la cuenta del consumo de carnes, vino y cigarrillos, pues se paga con nuestra salud y punto. Es parte de la vida. En fin, esa era la imagen que parecía dar Francia. Y contrastándola con la imagen que daban los Estados Unidos antes expuesta, donde no sólo se vive para trabajar sino que el gobierno toma entre sus manos la responsabilidad de educarte como si fueses un recién nacido, no fumarás, no beberás en exceso, harás deporte; pues sencillamente debería ir a París. Parecía la mejor opción.

Por otro lado, lo bueno de escoger Francia es que nadie habla español. De esa manera, la bestia idiomática elimina a la mitad de los emigrantes que buscan el facilismo y la adaptación cero. Si todo el mundo se estaba yendo a Madrid y Miami, pues evidentemente, el eterno reaccionario que yo era no podía ir a esas ciudades también. Entre esa depuración intelectual ligada al idioma (“el francés es un idioma muy difícil”) y la lectura de poetas malditos, mi decisión estaba hecha. Pero debería hacer un pequeño curso de francés primero, claro está, porque yo no hablaba ni una palabra del idioma y tenía unos pocos meses para dominar las conjugaciones galas.

Estudié tres meses en la Alianza Francesa, lo suficiente como para convencerme de que ya hablaba francés sin acento ni nada, como un propio parisino. Seguramente que con unas semanas en la ciudad ya habría dominado la bestia idiomática, pasando a cosas mejores (como el dominio de las parisinas, obviamente). Ahora bien, mi plan era enclaustrarme en el estudio para escribir un poco y salir a conocer gente en el barrio, nada de andar con hispanoparlantes, lo mío era puro francés. Me parecía la forma más eficaz de dominar las diferencias entre las “e”, “é” y “ai” que tiene ese idioma.

En ese sentido, para acercarnos a los “parisinos”, hagamos un pequeño ejercicio de lo que los psicólogos llaman “asociación libre”: Cuando usted escucha la palabra “París”, o “vivir en París”, ¿qué es lo que le viene a la mente? Respuesta: Pan Baguette debajo del brazo, una boina francesa, una franelita de rayas negras y blancas y puede ser que un bigotico francés. Aparte de eso podríamos agregar los bidets, los ¡Oh là là!, y algo de mala higiene francesa, los perfumes y los carros Renault, en último caso.

Bueno, esta es la parte donde tenemos que contrastar la realidad con la fantasía, como cuando compras ravioles en lata y, una vez que te encuentras sentado frente a esa comida para perros amorfa que suelen ser los ravioles procesados, miras la foto en la lata para exclamar, “me engañaron”. En fin, aquí va el argumento: resulta que si usted alguna vez ha ido a Francia y se ha preocupado en ir un poquito más allá de los campos Elíseos, se habrá dado cuenta de que el Francés “medio” no es como Michel Platini, blanco, esbelto y alto; sino como Zidane o Viera, un árabe o un africano que escucha rap gringo y come Kebabs. Es verdad, en París no se ve un blanquito con una boina y un libro bajo el brazo sino cada muerte de obispo. La realidad es que después de haber colonizado una gran parte del mundo, los franceses se dieron cuenta del error estratégico que fue no hacer un muro tipo Berlín entre África y Europa, ya que ahora los colonizados regresan. Comienza una colonización invertida, donde nosotros invadimos poco a poco el “primer mundo”.

Ahora bien, la pregunta del millón de dólares: ¿Dónde cree usted, amigo lector, que viven todos los “colonizadores invertidos”, africanos y árabes de París? Dónde más, sino en mi querido barrio Barbès. Claro que oui. Y ahí fue donde llegué con mis maletas, mi banderita, mi franela del Caracas Béisbol Club y mis discos de Salsa. ¿Cómo describir el Barrio Barbès? He allí la pregunta. Si usted alguna vez ha ido a un Souk o mercado popular en Marrakech, sabrá de lo que estoy hablando. Barbès es como un mercado Magrebí pero con aires de primer mundo: los árabes y los africanos van por ahí, vigilados por la policía que aparece en cada esquina, sin la cual te queda la sensación de que saldrían a flote conductas culturales básicas, como hacer sancochos en la calle, orinar en las esquinas o rematar relojes robados. Tal vez sea ése el problema de Barbès. Caminas por el barrio y te da la sensación de enfrentar gente reprimida, encausada por la vía civilizada gracias a la mano amiga francesa, sin la cual todo sería desorden, griterío y tercer mundo.

Y en medio de todo esto, yo. Francamente, fue algo chocante, mi primera aproximación al ghetto de Barbès. Mis ideas y fantasías se volvieron pedazos. Pues en vez de estar como Kevin Kline en la película French Kiss, caminando por el barrio latino, comiendo fondue y bebiendo café en el Deux Maggots de Jean-Paul Sartre, estaba más bien en pleno Dakar, rodeado de mujeres vestidas con batas africanas vendiendo maíz sancochado en cada esquina.

En todo caso, no quiero que se me mal intérprete: los que me conocen saben que soy un marginal por natura y que no tengo ningún problema en vivir al lado del mercado que vende bagre y pollos pasados. Yo no soy exactamente ejemplo de refinamiento. Cuando voy a un matrimonio, siempre soy el primero en quitarme la corbata o bailar sin zapatos. Como papas fritas con la mano, no con tenedor. Tengo un disco de Phil Collins. Bebo ron de la botella. Todo esto y más para dejar en claro que lo mío no fue un choque a partir del manual de Buenas Costumbres ni nada por el estilo. El problema, para decir la verdad, fue un problema idiomático y social. Si usted va a París pensando que va a aprender francés y buscar cupo para hacer un doctorado de Filosofía, puede resultar algo inquietante que los franceses con los que viva hablen árabe y africano todo el tiempo, o “verlan” en el mejor de los casos. “Verlan” es el francés malandro, de guapo de barrio, el que serviría para traducir canciones de Reaguettón, si a alguien le diera por ahí. El truco está en invertir las palabras, de allí que “verlan” signifique “l’envers”, o invertido pero invertido. Me explico: en “Verlan”, los tipos no dicen “París”, sino “Rispa”; no dicen “femme” (mujer) sino “meuf”; no dicen “vas-y” (dale) sino “zy-va”. Todo se invierte: “Téléphone” se vuelve “phontel”, “feu” (fuego) queda “euf” y así sucesivamente. Luego están las más complicadas, las inversiones de las inversiones: “arabe” se vuelve “beur” y después “rebeu” y pare de contar.

¿Cuál es el punto de todo esto? Simplemente señalar que si usted estudió en la Alianza Francesa, donde le enseñan a decir “Disculpe caballero, yo quisiera procurarme una baguette para la cena por favor si no es demasiada molestia” y usted llega a un barrio donde el primer día se te atraviesa un tipo sin dientes y te entrompa diciendo “Qué ‘asó, piazo ‘e basura, dame fuego ahí” (“Weich mec, file-moi d’euf”), las probabilidades de que no le entiendas absolutamente nada son bastante altas. Entonces, como la probabilidad de que te roben es inversamente proporcional a la probabilidad de que le entiendas al tipo (mientras menos entiendas más te van a robar), digamos que vas soberanamente mal, para decirlo con acento de barrio.

Después del shock de bienvenida, pasé tres días encerrado en el apartamento, comiendo ravioles de lata y viendo por la ventana a toda la escoria de París para preguntarme, como Mel Gibson, ¿Señor, por qué me has abandonado? Lo único que me consolaba era que si eso que yo veía en la calle era el primer mundo, entonces Venezuela estaba excelente. No teníamos nada que envidiarle a los parisinos. Al tercer día (cuando se me acabaron los ravioles de lata) bajé al abasto y me peleé sin querer con el narcotraficante de la esquina de mi casa.

Ahora bien, yo nunca he sido un tipo violento, pero él me quería vender algo y yo no entendía, repitiendo “¿Qué? ¿Qué?”, cada vez que me preguntaba -en verlan, por supuesto- si estaba interesado en su mercancía. El tipo pensó que me estaba burlando de él, me señaló, me insultó en francés y se fue a su esquina otra vez. Yo regresé a mi guarida, calenté algo de café instantáneo y me puse a leer el “Ulises” de James Joyce. No salí en cuatro días, mientras veía al tipo parado impertérrito en la esquina a pesar de que trataba de lanzarle todos los males de ojo que una tía santera me había enseñado. Me leí todo el libro de Joyce en una semana, lo cual debe representar algún tipo de récord, estoy seguro.

Al final decidí que no me iban a joder en París, mucho menos un tipo que se las daba de malo en el primer mundo, y fui a hablar con él. Lo entrompé y le expliqué que estaba estudiando, que no quería problemas y que no había “caída” de nada (en francés de calle, porsupuesté). El se calmó, me dijo que pensaba que yo era de la policía, que no le gustaba que la gente se asomara al balcón cuando hacía negocios pero que yo era un tipo cool. Que Suramérica era de pinga, sobre todo Colombia. Me dio la mano y me dijo que si quería cualquier cosa, que le preguntara. Yo volví a recuperar la respiración, limpié el sudor de mi frente y regresé al apartamento, para celebrar con un buen plato de ravioles y vino barato. Había superado con creses mi primer intercambio serio en francés.

Y fue así como me gané el salvoconducto del capo del Barrio, lo cual me permitió ir a mi curso de francés. Tenía una semana faltando, básicamente aprendiendo por mi cuenta en la calle, pero había entendido lo esencial: todas las groserías e insultos y algunas palabras de Verlan.

Estaba listo para ir a inscribirme en la Sorbona.

(la novela se encuentra disponible en la página de Ediciones Idea).

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