“Yo confieso” (Confiteor) es uno de los best-sellers sorpresa de estos últimos años. Es una novela compleja de más de 800 páginas, que se pasea por la Inquisición, el franquismo y el nazismo con ligereza y rapidez. A pesar de su historia de amor un tanto edulcorada (y decepcionante, en mi opinión), es esperanzador saber que este trabajo, que le llevó más de ocho años al autor catalán, puede calar en el público de masas.
Sin embargo, lo traigo a colación porque subraya un problema que muchos tenemos: cómo criticar u opinar sobre el trabajo de los amigos.
Es decir, a todos nos pasa que un amigo o conocido nos envía sus cuentos, canciones grabadas, dibujos y demás. Entonces, ¿cómo le decimos a esta persona que su esfuerzo no es suficiente? ¿Que su trabajo no nos hizo sentir nada, aparte de sueño y aburrimiento? ¿Que es absolutamente prescindible, nada “necesario” en este mundo?
Cabré ventila este dilema en la relación entre el protagonista, Adrià, y su mejor amigo, Bernat. El protagonista, con franqueza descarnada, intenta decirle una y otra vez a Bernat que su talento está en la música, no en la escritura. Sin embargo, Bernat se emperra en hacerle leer sus espantosos cuentos, esperando arrancar la aprobación de Adrià. Así, la segunda o tercera vez que somete a Adrià a sus deyecciones literarias, el protagonista dice esto:
Bernat estaba convencido de que esta vez sí, esta vez diría Bernat, me has sorprendido: veo la fuerza de Hemingway, el talento de Borges, el arte de Rulfo y la ironía de Calders, y Bernat fue la persona más feliz del mundo hasta que, tres días después, lo llamé y le dije estamos como siempre, no me creo los personajes y me da lo mismo lo que les pueda pasar.
—¿Qué has dicho?
—La literatura no es un juego. O si sólo es un juego, no me interesa. ¿Me entiendes?
—¿Y no salvas nada? ¿Ni el último cuento?
—Es el mejor. Pero en el país de los ciegos…
—Eres cruel. Te gusta machacarme.
—Me dijiste que habías cumplido cuarenta años y que no te enfadarías si…
—¡Todavía no los he cumplido! Y me lo dices de una manera tan desagradable, que…
—No sé hacerlo de otra.
—Y no sabes decir no me gusta y punto.
—Antes sí, pero te falla la memoria histórica. Si digo no me gusta y punto, entonces dices tú: ¿y punto? ¿Y ya está? Y entonces tengo que justificarlo procurando no engañarte, porque no quiero perderte, y te digo no tienes talento para crear personajes: no son más que nombres. Todos hablan igual; todos tienen pocas ganas de llamarme la atención. Ninguno de estos personajes es necesario.
—¿Qué coño significa no es necesario? Sin Biel no existiría el cuento Ratas.
—No quieres entenderme. Lo que no es necesario es el cuento. No me ha transformado; no me ha enriquecido, no me ha ¡nada!
Me gustaría pensar que no soy tan “desagradable” como Adrià cuando le hago llegar mis observaciones a mis amigos. O tal vez tengo la suerte de tener amigos que escriben bien. Pero coincido totalmente el diagnóstico del personaje de Cabré: un texto que no te transforma es un texto innecesario. Como decía William Burroughs en tono cínico: el talento de los críticos es escribir, escribir y escribir, sin lograr meterte una sola idea en la cabeza.
La literatura se trata de lo contrario.
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