Sarría, Autana y el apartheid cultural

Sarría

Caracas y toda Venezuela era un hervidero de ritmos: Descargas, toques e improvisaciones brotaban en las esquinas de los barrios donde quiera que alguien consiguera un tobo y dos palos. Eran los ’70 – ’80, y apoyados en el boom petrolero y el consumo de Salsa Niuyorican, los músicos venezolanos empezaron a calentarse las manos para imprimir su sello sobre la música latina. Por supuesto que fue entonces cuando llegó el gobierno y, con su ejército de burócratas incapaces de entender lo que estaba pasando, cerraron el taller de Sarría y expulsaron al grupo Autana, en uno de los episodios culturales más oscuros de la década de los ochenta.

Estamos hablando de músicos de la talla de Raúl Bolívar, Ricardo Chitty, Orlando Poleo, Jesús Manzanares, José Martínez, Néstor Pérez, Octavio Cabrera, Orlando Blanco y Xavier Padilla quienes, aceptando la invitación de un profesor de fotografía, empezaron a ocupar los locales del “Taller de arte integral Sarría”, auspiciado por el Conac. Sabemos cómo funciona todo: Un gobierno, aislado de la gente pero creyéndose omnipotente, “dicta” que en ese espacio se va a enseñar fotografía. Inauguran el “taller” mientras la gente sigue por su cuenta, tocando su música y completamente desinteresada de la fotografía. El profesor, frustrado pero optimista, cede los locales a los muchachos del barrio para que profundicen sus experiencias musicales.

Los muchachos se convirtieron en músicos. Autana se convirtió en una referencia obligada para melómanos de la capital y la huella que empezaron a trazar se equipara a la de otras parroquias con sus respectivos experimentos (El grupo Madera en San Agustín del Sur, por ejemplo). La música empieza a florecer, Sarría se convierte en un movimiento y nutre las filas de las orquestas de la capital. No dejan de pasar por Autana, Evio Di Marzo y Alberto Naranjo, por ejemplo, buscando palmas jóvenes y talentosas y encontrando músicos de excelente nivel.

Todos conocemos, también, lo que pasó después. Como en una película de Michel Gondry, el funcionario sella-papeles malhumorado da una vuelta por el “taller de arte integral Sarría” y se encuentra con cursos de percusión y formaciones musicales pulidas, pero nada de fotografía. Como el Estado no puede entender lo que no auspicia y Autana era un grupo independiente que jamás tuvo apoyo formal, el Conac se rebela ante la iniciativa local y los echa a todos a la calle.

No bastó con las manifestaciones, los llamados a apoyar al grupo y al taller y los pedidos al Conac de apoyar a la gente; el edificio terminó vendido al vecino de al lado y es, hoy por hoy, un recinto de dudosa filiación “religiosa” donde, según me dice la gente de Sarría, corre el rumor que es una venta de drogas.

Esta excelente gestión cultural por parte del Conac en los ’80, significó no sólo la pérdida del taller, del grupo Autana y el asesinato del movimiento musical de Sarría, sino el exilio casi obligado de sus músicos. De los ocho integrantes originales de Autana, cinco viven en el exterior y han desarrollado carreras envidiables. La amargura, la rabia y la decepción ante una política ciega la encontramos en la carta-denuncia de Padilla:

“Demás está decir que nuestro grupo sufrió gravemente y poco después desapareció. Durante diez años allí habíamos creado música y ensayado al menos cuatro veces por semana, ¡lo que equivale a un total de casi 2.000 ensayos! En suma, fue una labor de formación musical, de investigación, de creación espontánea, inventiva; pero siempre desasistida y finalmente pisoteada por el organismo gubernamental encargado precisamente de apoyar este tipo de manifestaciones.

Autana nunca grabó un disco, nunca obtuvimos los medios para ello, ni nadie nos los ofreció; seguramente porque nuestra música no era comercial y no jugábamos al juego de una consentida alienación en pleno período de depredación capitalista. Nuestro trabajo era la consumada antítesis del fenómeno Daiquirí. ¿Recuerda, Sr. Ministro, ese enlatado, los valores vehiculados por esa perla? Lo nuestro no amenizaba, no era objeto de consumo. Teníamos por único credo la música misma. Pero no es un misterio cómo nuestro baterista se las arreglaba para disponer a veces de un único par de baquetas durante dos años: el “teipe” era otro de nuestros instrumentos…

Tocamos, eso sí, en cientos de eventos no remunerados: en beneficio de hospitales, por la restauración de parroquias, en protestas, en apoyo de causas sociales; en universidades, en calles. Cualquier músico caraqueño de los ochenta puede hablar de nosotros, u oyó hablar de nosotros”.

Lo que sucedió con el grupo Autana y el taller de Sarría no fue otra cosa que un acoso cultural que raya en el apartheid. No sé por qué no me resulta paradójico pensar que el organismo creado para ayudar a los artistas sea precisamente el responsable de que los perdamos, de que los veamos partir, madurar y dar frutos en otro continente. El que gente como Orlando Poleo se haya logrado imponer en la escena europea es testimonio de su trabajo, su talento y su perseverancia, pero a riesgo de sonar egoísta, me hubiese gustado que Orlando, Xavier y los demás miembros hubiesen podido escoger lo que querían hacer con sus vidas, no verse prácticamente obligados a salir del país a latitudes más frías para poder vivir de la música y conquistar el respeto que se merecen.

El episodio Autana da para reflexionar, y nos muestra una vez más lo que sucede cuando el Estado intenta imponer manifestaciones culturales sin tomar en cuenta lo que piensa y hace la gente.

P.d.:Aquí pueden leer la carta completa de Xavier Padilla.

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