Otra noche en París

colage nocturno

Son las dos de la mañana cuando salgo del Metro después de un alucinante recorrido subterráneo por París. La cabeza me da un poco de vueltas -güisqui y vino, mala combinación-, pero creo que el frío pueda aplacar la borrachera mientras espero a mis amigos en la estación Gambetta.

Emerge, marchando por la calle, un grupo disparejo de personas con H. a la cabeza. Disparejo porque, entre H. y su vestimenta suburbana gringa, Yogi, vestido, como siempre, de mago africano y tres chicas acomodadas portando vestidos de diseñador, parecemos más bien el casting de una propaganda de Bennetton. A esto hay que agregar una pareja lesbiana y yo, vestido “normal”, con pantalón y chaqueta de invierno.

Nuestro grupete comienza a caminar por las calles del distrito 20 de París mientras me informan del plan: Iremos a una fiesta en un squat de ocupas cerca de la marie de Montreuil. Las chicas, blancas, rubias y de origen australiano, creen que esto es una aventura, sus diecinueve años no les dan acceso a exclamaciones más profundas que el trillado Oh, my God. Soy más escéptico. Habiendo asistido a varias de estas fiestas, sé lo que nos espera: un ambiente sórdido poblado por seres extraños y retrecheros, la mayoría alcohólicos o drogadictos, un deejay de tercera mezclando música electrónica mala y montañas de éxtasis, de pastillas sobrepreciadas de origen dudoso. No se puede esperar más, es un squat, es donde acaba la gente que perdió todo en la vida. Nadie confía en nadie ya que es probablemente el hecho de confiar en alguien lo que los hizo terminar aquí.

Sin embargo, como toda fiesta underground, no tenemos la dirección exacta. Yogi, que vive ahora en un squat cerca de Gambetta, nos explica que no va a haber problema, que sólo hay que llegar al Metro y preguntar. Que todo el mundo conoce la fiesta, ¿quién no conoce a Momo?, me pregunta, antes de explicarme cómo la tierra se comunica con él.

Nos detenemos en un abasto, compramos cerveza y las chicas vodka y güisqui. Al salir tengo que interponerme en una pelea que acaba de empezar: Un árabe, borracho y cortado, le busca pelea sin razón a Yogi. Yogi empieza a hacer movimientos de Kung Fu y por poco se le enciende el turbante como un personaje de Dragón Ball mientras patea postes y golpea muros demostrando su fuerza. Al árabe esto parece excitarlo más, a pesar de que apenas puede estar de pie. Le explico que somos gente de paz y le ofrezco una cerveza, me da la mano y se larga.

normal Yogi
Yogi, vestido “normal”

Estamos “cerca de la fiesta”, según Yogi, aunque si le creemos a él hemos estado cerca desde hace por lo menos dos horas. Bien podríamos haber caminado hasta el palacio de Versailles, a estas alturas. Yogi se desespera, empieza a gritar en la calle, “¡Momo!”, lo cual produce respuestas de todos lados. “Momo” es, como sabrán, el diminutivo de Mohammed, y Mohammed no es otra cosa sino el nombre más popular del planeta. Decenas de Momos aparecen en las ventanas y cuando aparece alguien más, dice que conoce a un Momo que vive más allá. Nuestro Momo no tiene apellido, es “Momo el de la fiesta”, y entre gritos de desaprobación de los vecinos, direcciones erradas de algunos y amenazas de llamar a la policía, seguimos caminando.

Yogi declara que hemos llegado, empuja una puerta y entra en un edificio. Veo del otro lado a un muchacho joven, vestido con camisa y corbata, algo sumamente raro en una fiesta de ocupas. Está a todas luces borracho, nos deja entrar y nos dice que disfrutemos la fiesta.

El sitio es muy decente, casi demasiado. Hay un galpón con luces bajas, un deejay poniendo música aceptable y grupos de gente sentados en sillas confortables. Algo está mal. Observo el ambiente, ahora con tres cervezas de medio litro encima, y no entiendo dónde está el detalle que falta. Veo gente que nos señala: H. se ha perdido con las chicas, la pareja lesbiana está recostada contra un muro y sólo quedamos Yogi y yo, hablando de vudú, en el medio de la pista de baile. Aparece un niño de entre diecisiete y diecinueve, con chaqueta de marca, peinado de barbería y copa de champán en la mano. Miro a sus amigos en la mesa detrás de él y entiendo lo que no me cuadraba: En la fiesta no hay nadie negro o árabe. Son todos blancos. Todos tienen ropa de marca. Todos beben champaña, no como nosotros, con latas de heineken y carteritas de güisqui sospechoso.

-Que yo no conozco a ningún Momo, bróder -le explica el niño a Yogi. Yogi insiste que está invitado, a pesar de que aquí nadie tiene cara de llamarse Momo, sino más bien Jean-Pierre y Jacques. Estamos en la fiesta equivocada, otra vez.

Los amigos del niño insisten para que nos echen, pero él no se atreve a tocar a Yogi y veo que está temblando ante la perspectiva de una muy probable pelea si trata de sacarnos de la fiesta. Yo vuelvo con mis explicaciones: le digo que somos gente de paz y que no se queje, trajimos a cinco mujeres para su fiesta, ¿cuál es el problema? El niño voltea para su mesa, evalúa a sus amigas vestidas de Prada y Dior y luego echa un vistazo a nuestra pareja lesbiana: Mi amiga E. se ha teñido el pelo de rosado y campanea una botella de vino champañizado mientras besa a su pareja, una chica con pantalones militares y franela que dice, “George Bush puede chuparme el sexo”, y no exactamente con esas palabras.

Al final, nos dejan quedarnos y hablamos un poco con la gente. El tipo que abrió la puerta se me acerca para preguntarme qué opino de Chávez y, como si fuera parte de la misma pregunta, saca una buchaca de cocaína y me ofrece unos pases. Le agradezco y paso gentilmente, el perico nunca ha sido lo mío. Después de dos rayas, veo al tipo con los ojos desorbitados y la conducta maniática típica de los periqueros, lo cual reafirma mi convicción de que la coca es todo menos divertida.

Son las cinco de la mañana. Estamos caminando por Montreuil, un suburbio parisino. El grupo está eufórico, salimos de ahí sin bajas ni vómitos de la borrachera, una rareza cuando andas con noctámbulos. Me echo en el piso de la casa abandonada donde vive H. para esperar al Metro. No hay nada que hacer, nada que beber y ya nadie quiere hablar. H. consigue unos cigarrillos, así que decido fumarme uno para matar el tiempo. Finalmente, dan las seis y nos levantamos para ir al Metro. Las chicas comentan que ha sido una noche “muy loca” según ellas, yo no entiendo a qué se refieren. Para mí ha sido un fin de semana cualquiera en esta ciudad llamada París, una noche donde gasté cuatro euros en cerveza y vagué por la ciudad como de costumbre.

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