Dude, where’s my Khar(ma)? (India)

El mono nos está siguiendo. Tiene cara de pocos amigos. Me corta el paso, colocándose entre las escaleras y la salida del templo, y se empieza a acercar, erguido, en plan de mono César en El Planeta de los Simios (creo verle tratando de decir, “¡no!”, pero la adrenalina no me deja concentrarme). Hago un amago de lanzar la comida lejos y escondo el paquete detrás de mi espalda, pero el mono, que no es perro, mantiene los ojos fijos en mí. Última opción, arropo la comida como pelota de rugby y, tratando de recordar tácticas y maniobras de un deporte que nunca seguí, hago una finta: izquierda, derecha, y muevo la cabeza a lo Mohammed Alí. El mono ni siquiera parpadea. Me observa con curiosidad y, una vez agotada mi maniobra, da otro paso hacia mí. Pela los dientes…

 

Estamos en la carretera, rodando hacia Agra y Jaipur, capital de Rajastán. Siento algo de alivio al dejar el infierno de contaminación y basurero eterno que era Delhi, hasta que constato con decepción que la basura en la India tiene el don de la ubicuidad: está en todas partes, todo el tiempo. Me extraña que no hayan convertido la basura en Dios, ya que es omnipresente. Y con lo feas y poco espirituales que son sus deidades (lo cual corroboro al llegar a Varanasi), rezarle a una bolsa de Doritos que flota en un pozo de agua estancada no sería tan tirado por los cabellos.

Nuestro chofer se llama Masta Ram, un indio flacuchento con voz aguardentosa y una tos perenne. Es inteligente, el Masta: yo tuve que estudiar como 7 años y escribir dos tesis para poder decir que tenía un “Master”; en cambio, el amigo indio simplemente se lo puso directamente en el nombre y se dejó de formalismos. Me pregunto si su hermano se llama “PhD” y reflexiono sobre lo intraducible de Chespirito y su “dígame, licenciado”. Diferencias culturales.

Después de protagonizar nuestra versión criolla y, por qué no decirlo, bastante cutre, de la película, “Indiana Jones escapa del templo de los monos”, Masta nos conduce en una maratónica excursión por los templos y fuertes del norte de la India. Vemos el Taj Mahal, donde tomamos exactamente la misma foto que 3,435,675 personas antes que nosotros; visitamos la ciudad rosada de Jaipur y el fuerte de Fatehpur Sikri.

La comida hindú comienza a hacer estragos. Después de un plato de lentejas Daal, termino no sólo con una gastritis legendaria, digna de película de Jackass, sino con una fiebre extrañísima. Hace cuarenta grados pero yo estoy arropado bajos las sábanas, con suéter, temblando y sudando.

Finalizamos el periplo a los cinco días, tomando un tren de regreso a Delhi. Por supuesto que el tren bien valdría un comentario en sí mismo; ya que nadie parecía saber nada sobre los puestos que teníamos asignados, ni si estaban confirmados, o a qué hora llegábamos (esto es normal en lo que se refiere a transporte ferroviario indio, aprendí). Sin embargo, logramos subirnos y evitar que el controlador de boletos nos eche del tren. Después de varias paradas del tren en medio de la nada (algo inexplicable) y atravesar barrios enteros construidos sobre los basureros que colindan con las vías del tren, llegamos de regreso a la capital.

Lamentablemente, la moral del pelotón Ulive-Silva estaba de lo más baja luego del rally por todos los fuertes y templos posibles (todos, valga decir, más o menos iguales), el malestar estomacal que nos ataca a ambos en momentos diferentes y las olas de vendedores ambulantes y timadores que debes sortear cuando vas a la trampa de turistas que son Jaipur y Agra.

 

Al llegar de nuevo a Delhi, se nos ocurre la brillante idea de “salir a caminar” mientras esperamos nuestro avión para Varanasi. Descubrimos que los alrededores de la estación de trenes son el sitio ideal para un monumento que bautizamos “oda a la basura, parte XIX”, amén de los rickshaws, motos, automóviles, autobuses y demás que amenazan con aplastarnos mientras caminamos por lo que queda de acera; es decir, el pedazo de vereda que no está o lleno de escombros, o de excrementos animales, o de gente durmiendo/vendiendo frutas frescas, por ejemplo (“Ningún día es perfecto para un brote de cólera” –Salinger wink).

Al final de este vigorizante paseo, nos topamos con un vagabundo descalzo y sucio que nos explica que viene de Rajastán. “Llegamos de allá hoy”, le explico, pero él, ni corto ni perezoso (y sumamente loco), decide demostrar su amabilidad tomando a Andrea y estampándole un beso en el cachete antes de que podamos reaccionar.

 

Después de correr al loco, volteo y veo a Andrea temblando, como cazafantasmas al que acaba de babear un monstruo, obsesivamente limpiándose el cachete (o tratando de arrancarse la carne, no sé), para luego decir: “me. Quiero. IR. De. AQUÍÍÍ”.

 

Antes de subir al avión, decidimos montar una protesta pro-occidental y anti-hindú (sobre todo anti-hindú), comprando el tobo más grande de pollo KFC que encontramos para engullir el grasero y recordarnos que sí hay vida más allá de la India, que no toda comida tiene que ser picante o descomponerte el estómago y que si nos van a llenar de tierra y sucio, por lo menos que sea el grasero de un pollo frito.

 

Afortunadamente, no contábamos con Varanasi. Es la ciudad más impresionante de todo el viaje, la que hará que todo esto valga la pena…

(continuará…)

 

 

Leer la primera parte: Delhirium Tremens

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Delhirium tremens

La ciudad de Delhi es una anciana convaleciente, boca arriba e inmutable, como tortuga en una playa de desperdicios. Desde que aterrizamos, su enfisema pestilente nos envuelve: Delhi escupe olas de contaminación y podredumbre al ritmo de sus rickshaws estridentes y anárquicos. El retumbar obsesivo de sus bocinas oligofrénicas gobierna la calle, los peatones sortean taxis, autobuses, carretas, vacas, vendedores ambulantes y cocineros nómadas; todo bicho que camine, repte o se arrastre cohabita en la capital India con sistemas de locomoción más o menos improvisados (ver video).

 

Los semáforos en Delhi son como una novia sumisa. Jamás ordenan -ni siquiera pretenden elevarse por encima del caos citadino-, simplemente sugieren, susurran, ventilan posibilidades y lanzan propuestas a la masa informe de conductores. La luz roja en una esquina de Connaught Place significa un tímido “tal vez sería buena idea que te detuvieses, no sé, digo yo”, propuesta que es ignorada olímpicamente por la jauría de motores que rugen y avanzan, aplastándolo todo, como Atila.

 

En esta ciudad, y en la sociedad india en general, el tiempo ha desaparecido de sus relojes. Las cosas suceden cuando tienen y deben suceder. Cualquier pretensión de trazar hilos de causa-efecto choca con la dura realidad de un país regido por una especie de “happening” permanente. Los trenes llegan al mejor estilo Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, atrasados, adelantados o tal-vez-en-algún-momento-futuro-no-sabemos; eso acá no reviste importancia alguna.

 

Igual sucede con el resto de la ciudad, que se convierte en un devenir eterno. La gente se echa a dormir cuando llega Morfeo, engulle samossas cuando el hambre acecha, se baña cuando se siente sucia. Nada detiene el fluir del río, los indios se contentan con flotar alegremente hacia un destino desconocido pero seguro.

 

Los indios nos interpelan con fascinación al vernos intentar sortear y entender su ciudad. Su orgullo es ejemplar y envidiable: muchos nos hablan simplemente para expresar el honor que es para ellos ser nuestros huéspedes en su país. Otro se acerca a nosotros, nos ayuda, nos orienta. Cuando le preguntamos qué espera sacar de todo esto, que nuestras finanzas no permiten contar con los servicios de un guía, nos explica que es “karma”. Que él pretende viajar y espera conseguir la misma generosidad en un futuro, de la parte de otras personas, en otras latitudes.

 

Visitamos los vestigios de las múltiples civilizaciones que han pasado por Delhi, desde las más aindiadas, hasta las más islámicas. Ambas culturas se abrazan y se unen para erigir minaretes y palacios imponentes por toda la ciudad. Entre las fritangas callejeras y los mercados ambulantes aparecen monumentos imponentes construidos con la sangre de las guerras entre civilizaciones y religiones. Todo sincretismo urbano se levanta sobre las tumbas de aquellos caídos en las amargas luchas iniciadas por seres egocéntricos y megalomaníacos.

Delhi sacude mis certidumbres y me llena de interesantes datos: aprendo que la canción favorita de Gandhi era ” Vaishnav Jan to tene kahiye“, no “Who let the dogs out?”, como yo pensaba. Caminamos sus contaminadas calles con una fila de rickshaws siguiéndonos como al flautista de Hamelín (“very cheap sir. I take you”), esquivamos vendedores y timadores de toda índole, bebemos cerveza en los bares ilegales de la ciudad.

Terminamos el periplo junto a Gautam, el último eslabón de una cadena que empieza, “el amigo de un amigo de un amigo” (etc.), quien ha logrado finalmente reencarnar en Brahmán. En la lotería social que representan las castas, a él le fue adjudicada la posibilidad de llevar una vida de estudios y trabajo. Gautam es una persona increíblemente cálida y amable, quien nos abre las puertas de su casa y nos invita a cenar. Nos explica su visión de la India, sus decepciones y aciertos, la galopante inigualdad y pobreza que golpea a una inmensa parte de la población. No todos han sabido esquivar los obstáculos para montarse en el tren del progreso informático y de libre mercado de los noventa. En la India, aquellos sin papel que jugar en la nueva economía han quedado relegados y olvidados por el sistema. Se les deja hacer de las suyas e inventarse un futuro al margen de la sociedad. La supervivencia es su única meta. Son ellos los que manejan las carretas o venden té chai en las esquinas. Son los desclasados, los asociales, los va nu pieds (literalmente) producto del modelo actual. En otras ciudades los controlamos, los encerramos, los ghetto-izamos; en la India, rondan libremente, convencidos de que su fortuna está ligada a las reencarnaciones. No han salido de la boca de Brama sino de sus pies, y la India ha conseguido, a través del sistema de castas, legitimar todos los fracasos de nuestra globalización, etiquetando estos niños del Brasil neoliberal, estas grotescas reacciones inesperadas al fallido laboratorio económico mundial, como dalits o shudrás.

 

(Continuará…)

 

 

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La muerte como límite del mundo

(Dedicado a Juan David Chacón, a.k.a., OneChot)

I.
Las sociedades orientan y regulan la conducta humana a través de las instituciones. El “ser abierto al mundo” y “sin fijación” que es el hombre (Scheler, Nietzsche) se ve en la obligación de construir reglas, leyes y hábitos conductuales para funcionar en grupo. Se prohíbe el incesto (Levi-Strauss) y se establecen normas y rituales que se perpetúan en el tiempo para transformarse en manifestaciones culturales.

De esta manera, las instituciones no son más que constructos lingüísticos que detentan cierto poder para “fijar” conceptos sociales. Las instituciones psiquiátricas se erigen como límite de lo normal: un memento permanente de lo que es la locura (Foucault). Por más ideas extravagantes que se tenga, se sigue siendo normal, porque estamos de este lado de los confines del hospital psiquiátrico. Rimbaud tenía “iluminaciones”; Blake tenía “visiones”; San Juan, “premoniciones apocalípticas”. Ninguno estaba “loco”: eran “genios”.

Igualmente sucede con la muerte y el lugar que ocupa en el lenguaje de las sociedades. Fallecer puede desencadenar manifestaciones de jolgorio ligadas a la idea de la reencarnación (culturas hinduistas) o sollozos sintomáticos de la “pérdida”, en culturas basadas en el mito fundador del sufrimiento de la crucifixión.

 II.
La muerte no es una existencia situada al final de la vida. La muerte forma parte de mi vida, desde el principio” (Haruki Murakami, Tokio Blues/Norwegian Wood).

Permítaseme entonces hacer una breve disquisición en torno a la cercanía de la muerte en dos países completamente distintos: Venezuela y Francia. Sucede que ningún país escapa a la muerte (a menos de encarnar el ideal borgiano de la inmortalidad), pero el lugar que se le atribuye es completamente distinto, según la sociedad y el lenguaje. Así, me parece que una reflexión orientada en este sentido nos presenta una interesante radiografía de las reglas y límites que ha establecido cada sociedad. Puesto que esto es un simple texto virtual sin pretensión académica alguna, intentaré no extenderme, aunque la barrera de los 140 caracteres que significa la muerte de todo significado más allá de esa frontera haya sido violada.

 III. La ruleta criolla como modus vivendi
No es de extrañar que un país con galopantes tasas de homicidios, secuestros y accidentes automovilísticos viva la experiencia de la muerte como una espada de Damocles que cuelga perenemente sobre la cabeza de sus ciudadanos. En Venezuela, la muerte no se encuentra “al final de la vida”, como pretende Murakami, se encuentra sobre ella, la acorrala y la amenaza constantemente. La sombra de la muerte pende sobre el venezolano común. Se proyecta, no como un juicio final o un ser-para-la-muerte heideggeriano, sino como la abrupta amputación de la vida, un acto que se concibe de manera atroz y dolorosa, lejos del arquetipo “nieto que despide al abuelo”. En el lenguaje y la cultura del venezolano, éste muere abaleado por la inseguridad o aplastado por un automóvil con vocación de acordeón, que decidió reclamar su destino estrellándose e incendiándose en alguna autopista nacional. La Caracas de principios del siglo XXI puede ser entendida bajo dos propuestas semiológicas distintas: la lógica de Petare, barrio de Pakistán y la morbosidad bajo el signo de Tánatos de la novela Crash de J. G. Ballard.

 IV. Suicide blondes
Del otro lado del Atlántico, los jóvenes de Francia proceden a rebanarse las venas como proceso natural del fin de la adolescencia. Allá, el suicidio es la primera causa de mortalidad prematura entre jóvenes de 25 a 34 años y la segunda entre los adolescentes y jóvenes de 15 a 24 años. En el país galo, la espada de Damocles la tienen los jóvenes entre sus manos a la hora de comer. En el lenguaje y la cultura francesa, todo es motivo para tragar ingentes dosis de pastillas para dormir: una ruptura amorosa, el fracaso laboral, algún resultado negativo en un examen universitario. Según las estadísticas, los franceses realizan un intento de suicidio cada diez minutos, mientras las empresas farmacéuticas inundan la sociedad con antidepresivos y los doctores prescriben Xanax, Vicodin y Valium a un ritmo desenfrenado capaz de volver psicótico a William Burroughs.

 V.
Tenemos entonces dos sociedades distintas, con dos lecturas muy diferentes de la muerte. La cercanía de la muerte es radicalmente diferente en ambos casos: natural es, en Venezuela, morir asesinado (no suicidarse); en Francia, suicidarse (jamás ser abaleado o secuestrado). Por implicación, en la sociedad y el lenguaje francés son centrales las locuciones como, “estaba deprimido e intentó suicidarse”, “mi hermano se cortó las venas pero sobrevivió” o “mi novia me dejó, entonces ingerí la mitad del paquete de medicamentos”. De la misma forma, en Venezuela es “normal” escuchar que a alguien lo mataron, secuestraron o dispararon.

Esto lo podemos constatar fácilmente al invertir las proposiciones. La muerte, como fenómeno alejado, fortuito e incomprensible, se vive en Venezuela cuando alguien se suicida; afirmar que un amigo “se cortó las venas” despertará la incomprensión del interlocutor venezolano y su cara se transformará en una máscara de repulsión y dolor. Son raras las ocasiones en las cuales escuchamos que alguien se suicidó; que “lo intentó”, mucho menos. Fuera del círculo de adictos o pacientes psiquiátricos cuya gramática vital incluye la muerte en primer plano, el venezolano no se mata. Lo matan, lo cual es muy distinto.

La sociedad gala reacciona de la misma manera ante el asesinato. Si usted le dice a un francés que a su primo le dispararon en la cara, este lo recibirá con la misma incomprensión: después de corroborar que ha entendido la acción, es probable que esgrima hipótesis y le pregunte si su primo era delincuente, traficante o proxeneta. En la mente del francés, la gente no muere abaleada. La gente realiza “intentos de suicidio”, múltiples, numerosos, en diferentes momentos de su vida: esto es un reflejo de la normalidad, una especie de spleen baudelaireiano. En cambio, si usted afirma que un amigo murió desangrado en la camilla de un hospital porque no tenía dinero para ir a una clínica privada, el francés le dirá que esto es inaceptable, un verdadero reflejo del infierno en la tierra.

 VI.
Concluiré con un ejemplo, a manera de ilustración, ya que los ejemplos rara vez son prueba de nada. Sin embargo, la anarquía epistemológica de la red me permite echar mano de lo que mejor me plazca, así que allí voy.

Una amiga en París me cita y me dice, después de los “cómo estás” de rigueur, que su novio se arrojó por la ventana. Ante mi reacción estupefacta, intenta atenuar el impacto de su noticia explicándome sobre el impacto de su (ex)novio: “he bajado y lo he visto tirado, en un charco de sangre, muriéndose. Así que técnicamente, no murió por la caída”. Trato de ser “amigable y comprensivo”, dos cualidades que jamás he logrado transmitir de manera convincente, pero ella interrumpe mi sonrisa falsa de vendedor de electrodomésticos usados para decirme que lo veía venir, que no era el primer intento de suicidio y que era “inevitable”.

La conversación cambia de tema, recorremos algunos lugares comunes y luego ella me pregunta por algunos amigos en Venezuela. Le explico, con normalidad venezolana, que al primo de equis lo mataron, que al hermano de una amiga lo secuestraron tres días y que a otro lo aplastó una camioneta y lo dejó en el hospital.

-¡Es espantoso! –me increpa la persona que vio a su novio saltar al vacío y desangrarse “normalmente” hace dos días- ¿cómo pueden vivir así?

-Supongo vemos la muerte de manera diferente –concluí antes de perderme en el grisáceo invierno parisino.

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Las elecciones “for dummies”

Esta semana marcó un evento histórico: las primeras elecciones completamente libres se llevaron a cabo en Egipto. Este país, con más de ocho mil años de civilización, finalmente se volcó a las urnas, algo que no hacía desde la elección de Naser en los ’50.

Sin embargo, todos sabemos que una elección no basta para hacer una democracia o garantizar la libertad. La mayoría de los líderes reducen el acto del voto a una especie de reflejo conductista que les entrega un cheque en blanco para llevar a cabo sus deseos más disparatados. Usted puede, por ejemplo, no garantizar para nada el respeto de las minorías y sonreír con complacencia cuando el Estado llama “hijo de puta” a un ciudadano, qué importa, seguimos en democracia, mire aquí, mire: tengo la urna llena de papelitos.

Porque las elecciones en Egipto hacen surgir el tema peliagudo de quién debe tener derecho a votar, y en base a qué. El argumento facha versus la chabacanería populachera. La visión histórica, la democracia se inventó en Grecia y allí sólo votaban los ricos, por eso podían filosofar sobre las verdaderas necesidades del país, no dejarse comprar por un partido regalando neveras. Esto, opuesto a la visión Alí Primera, “el pueblo es sabio y valiente”, por qué no van a votar los pobres, ellos también tienen derechos y, al final, esa cuerda de tecnócratas sobre calificados no garantiza nada. Pol Pot estudió en la Sorbona y más facha imposible. Entonces que voten todos…

Sólo que en Egipto, “que voten todos” no es tan fácil, ya que más de la mitad de la población es completamente analfabeta.

¿Recuerdan cuando en Venezuela teníamos derecho a escoger entre el partido bigote, la escoba, la oreja y los lentes? Pues en Egipto nos superaron con creces: para garantizar la “representatividad”, el Comité Electoral ha asignado, al azar, una serie de íconos a cada uno de los 250 candidatos.

En lo que bien pudiera ser una escena escrita por los Monty Python, los electores acudieron a las urnas para saborear “la libertad” democrática al escoger entre tanque de guerra, semáforo, botella de agua, piano, cámara, pirámide egipcia y más. A ver: me gustaría tener una cámara o un teléfono celular pero joder, “botella de agua” me va a hacer falta, a fin de cuentas, Egipto es un desierto…

Y el chiste no acaba allí, ya que el Comité Electoral no parece haber pensado demasiado los símbolos. A una mujer le tocó el símbolo “cohete”, una palabra que usan ellos allá para designar a las mujeres que están buenas. Sería como si a María Corina le atribuyeran un queso ricota, por ejemplo.

Lo que sí quedó en evidencia es como las figuritas penetraron el inconsciente de los egipcios. ¿Puede haber más sinceridad electoral que este afiche, vota cambur?

Así que ya saben, amigos egipcios: disfrútenlo mientras dura. No escojan rápidamente entre “cepillo de dientes”, “Dakar normando” o “licuadora”, porque después van a tener que pasar 5 años sometidos por el baboso de turno. Pregúntenos a nosotros, donde gobierna “tanque de guerra – cambur – amor – cáncer” hace más de una década.

Bienvenidos al mundo libre.

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Europa precaria: los abortos de la globalización

Son casi las nueve de la mañana cuando mis zapatos pisan el hierro de las vías. Es el día más frío del año; la temperatura en la región parisina ha bajado drásticamente a niveles glaciales. Es un frío sádico, paciente y calculador, como el suplicio chino de la gota de agua. El viento helado rodea mis talones y empieza a escalar lentamente; luego, la piquiña en las batatas, como picadura de hormiga, se transforma en mordiscos sobre la piel. Poco a poco, las jeringas microscópicas se vuelven dientes incisivos, el ardor se vuelve quemadura y continua su progresión hacia los muslos, la espalda y el cuello hasta congelar toda mi alma.

 

Rick, nuestro contacto con la empresa francesa de transporte férreo, la SNCF, nos informa, la voz temblorosa de frío, que veremos los trabajos de reparación de una vía. A poco más de doscientos metros empiezan a dibujarse las sombras de los obreros a través de la neblina. Llevan casi dos horas allí, aflojando tuercas y cambiando piezas de una vía que se extiende hasta perderse de vista. A pesar de que el trabajo parece destinado a Sísifo, los obreros lo toman con increíble optimismo: se intercambian bromas y, camuflados en la nube de condensación que sale de sus bocas, podemos distinguir los dientes detrás de sus sonrisas.

-Hay cada vez menos puestos de trabajo –nos explica Rick-, porque el trabajo es bastante exigente.

-¿Pero ganan un buen sueldo, no? –le pregunto.

-Ni siquiera. Un obrero con estas calificaciones debe estar por los mil doscientos euros por mes –nuestras caras se retuercen con estupefacción-, pero a veces tienen bonos y eso.

-¿Bonos por trabajar en el frío, digamos? –(ya no siento los dedos de los pies)-.

-Nah. Hay bonos por trabajar en zonas alejadas de tu residencia, pero estos obreros vienen todos de acá, de Dreux. También hay bonos y compensaciones por el trabajo nocturno, entre la medianoche y las seis de la mañana, por ejemplo.

-¿Y en ese caso, el sueldo es de cuánto?

-Más o menos mil seiscientos…

Rick es un “Drouais” de pura cepa. Nació y creció en este pueblo, por lo cual vivió la transformación devastadora de una región que no encontró su puesto en la globalización programada desde Washington, París y Maastricht. Lo que alguna vez fuera un lugar preferido para la instalación de fábricas se ha convertido en una ciudad-dormitorio como resultado de la deslocalización de empresas. El desempleo galopante acompañó la partida de gigantes como Phillips, quienes se fueron “allá donde la mano de obra es más barata”. El pueblo, antes arteria de una economía floreciente, hoy en día sólo ofrece desespero y desolación. Presenta los estigmas de aquellas periferias crucificadas en busca de la felicidad “productiva” del capitalismo tardío: una estación de trenes, gris y deprimente, frente a un café llamado “Estación terminal”, cerca de una oficina pública de empleo que solamente sirve para emplear a quienes trabajan en su interior y, al lado, una venta de sándwiches kebab que expugna un olor a aceite quemado de baja calidad.

-Pero al menos está la compañía férrea, la SNCF –le digo a Rick con timidez.

-Seh. Pero hay cada vez menos contratos fijos. Para empezar, hay pocos candidatos que se presentan ya que el trabajo es bastante difícil y exige un esfuerzo físico mayor. Luego, los que se presentan no logran pasar las pruebas de admisión. Y el golpe de gracia es que cada vez sub-contratamos más porque es más barato. Entonces, muchos obreros se van a buscar trabajo en el sector privado.

-¿Y allí sí obtienen un mejor sueldo?

-Para nada. Se les paga menos y tienen menos seguridad contra accidentes en las obras.

Admito que me invade una sensación de alivio cuando veo la estación de trenes alejarse a través de la ventana en el camino de más de una hora de regreso a París. Habría que seguir la iniciativa de Texas o Tel Aviv y construir un muro (electrificado, por qué no), entre París y estos suburbios periféricos. Porque el día cuando Rick y sus vecinos dirán basta no está lejos. Mientras las juntas directivas cierran las fábricas y se van a explotar los obreros de ultramar, mientras las empresas sub-contratan al sector privado que ofrece salarios de miseria, mientras los obreros sienten el ardor del frío invernal en sus labios partidos, los pueblos como Dreux ven sus sueños triturados por la máquina apisonadora de la globalización, que escoge a los “productivos” y excreta a aquellos que no caben en el plan magnánimo de “desarrollo”, lanzándolos a los suburbios periféricos deprimentes y carentes de esperanza.

 

Porque el espejismo de “justicia y democracia” que mantiene este sistema en marcha con la ilusión de “escoger” entre François Hollande y Sarkozy empieza a hacer aguas. Y, cuando los abortos de la globalización se pongan en pie de guerra, los motines de la región parisina de 2005 parecerán una gresca de taberna comparados con la violencia que vamos a presenciar.

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Sexo, mentiras e Internet

Las relaciones humanas cambian a la par de las innovaciones tecnológicas. Nuestros antepasados tuvieron que adaptarse a la aparición del tren como medio de transporte, del automóvil, del telégrafo. La televisión y la radio terminaron de cimentar las bases de la aldea global, lo cual lanzó al hombre a la era de la publicidad y el consumo contemporáneo. Sin embargo, el desarrollo tecnológico se ha acelerado de manera exponencial: mientras nuestros padres debían esperar cincuenta años antes de vivir una revolución mayor en las formas de comunicarse y relacionarse, nosotros a duras penas podemos seguir el ritmo vertiginoso de nuestro mundo.

En aproximadamente veinte años hemos sido testigos de la aparición de los teléfonos móviles, la Internet, los teléfonos y las tabletas táctiles; incluso vemos la llegada de los “asistentes virtuales”.

Así, nuestras sociedades se adaptan. Los seres humanos evolucionamos y cambiamos nuestras relaciones sociales en gran parte como resultado de la tecnología de turno. No obstante, estos cambios pueden representar desafíos mayores para los ciudadanos. Por ejemplo, una excusa clásica utilizada hace pocos años para justificar una desaparición repentina, era la alusión a la poca fiabilidad de las baterías de los teléfonos móviles. “Perdón, cariño, pero mi  Star tac se quedó sin carga” era una excusa plausible en 1998, jamás en el 2011. De esta manera, aquellos acostumbrados a escudarse en la batería de su teléfono para evadir a la mamá o a la novia durante horas, tuvieron que buscar nuevas alternativas ante los teléfonos con 3 días seguidos de autonomía. Hoy en día, nadie creería que pasamos 3 horas en un túnel o en el nivel -5 del estacionamiento. El hombre contemporáneo debe estar allí, dentro de la red de cobertura y con la lucecita del teléfono iluminándole el rostro, todo el tiempo.

Ahora disponemos del asistente virtual Siri del iPhone 4S, una vocecita capaz de responder las preguntas más inauditas. ¿Una buena invención? Puede ser. Todo lo que sé es que la excusa, “querida, estaba conduciendo y no pude responder el teléfono” se ha ido a la porra al ritmo de las disquisiciones filosóficas de Siri.

No es sorprendente constatar entonces que una de las primeras causas de divorcio en los Estados Unidos es la red social Facebook. Basta con dirigirse al perfil de la persona para conocer todas sus interacciones. Un comentario subido de tono o una foto etiquetada sin su permiso y ya está; bienvenido a la discordia marital, acostúmbrese a dormir en el sofá de la sala.

No quiero decir con esto que yo tenga algo que esconder. Simplemente, me parece que la privacidad es una parte fundamental del ser humano y que, abrirse a todos, todo el tiempo, es la mejor receta para volverse neurótico. No vale la pena preocuparse cada vez que alguien saca un teléfono en público. Es imposible esconderse de la exposición virtual. Todos tenemos fotos etiquetadas en Facebook, todos aparecemos en algún video de YouTube. ¿Cómo hacer entonces para evitar que la violación de nuestra privacidad nos provoque un ataque cardíaco?

La respuesta la tiene un video de YouTube (por supuesto). Esta persona es un genio de la red. Ella entendió todo: ya que es imposible evitar la exposición virtual, hay que eliminar todo sentido de dicha exposición. La fórmula repetición-serie que permitió a Andy Warhol convertirse en un mito del pop art se transforma acá en acto de resistencia: repetir, ad nauseum, ad infinitum, aparecer para desaparecer, eliminar todo sentido de nuestro rostro.

La chica que verán a continuación domina este arte a la perfección. La receta: usar siempre la misma pose, sin importar el contexto o la situación. Jamás cambiar de expresión facial. Repetir. Producir fotos en serie, hasta que todo rastro de humanidad se haya evaporado de su existencia.

Es el único remedio que existe ante la exposición prolongada y sin protección al sol ardiente de Internet.

(Artículo publicado en PanfletoNegro).

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Drive y Ryan Gosling

lrgirlEl estado actual del cine es francamente patético, un conjunto de intentos más o menos directos, más o menos descarados, de hacerse con nuestro dinero. Cuando bodrios como Los pitufos decepcionan en la taquilla, siempre se puede citar el intercambio ilegal de archivos como explicación. No, no es el hecho de que el estudio haya invertido en una idea de mierda, propuesta en un guión de mierda, dirigida por el oportunista de turno con su ano, que excreta tomas aburridísimas sin el más mínimo riesgo… No. Hemos echado a la basura millones de dólares, pero esto se debe a que el público no vino a ver nuestra mierda, porque la han bajado de internet. ¿Ahora qué hacemos con los juguetes de mierda que íbamos a vender con las hamburguesas de mierda? Internet killed the radio star.

 

Ante la desértica propuesta filmográfica, es normal que todo el mundo se arroje sobre Drive de Nicolas Winding-Refn, como si fuera Apocalipsis Now. Porque la película es de una sobriedad remarcable, y en un mundo gobernado por el “dame tu dinero, coge tu billete y piérdete”, su apuesta se erige como el último de los mohicanos de un cine que guarda algunas esperanzas de ser etiquetado como “arte”.

Drive hará por esta generación lo que Réquiem para un sueño (Aronofsky) hizo por la anterior: se establecerá como un referente, como el metro dorado, con el cual se medirá el cine de los próximos años. Drive es la frontera, el punto de no retorno, la delgada línea roja que delimita el arte cinematográfico del cine de consumo masivo. La película logra sacudir el sistema audiovisual, al apropiarse del cine gore para volverlo un producto destinado al público de masas. Winding-Refn extiende la estética gore-cómica, sádico-risible y pop art de Tarantino para llevarla hasta un realismo serio y sobrio. No que esto sea una novedad en sí. La filmografía de Takashi Miike (The imprint) y Park Chan-Wook (Old boy) son apologías a la violencia y a los litros de sangre falsa. Pero sus ambiciones siempre fueron underground, de cine alternativo y de culto. En cambio, Winding-Refn intenta llevar estos valores al cine de masas, igual que Christopher Nolan intenta ampliar el espectro del cine blockbuster pop hasta las propuestas psicologizantes y cerebrales (la diferencia entre estos dos últimos es que Nolan se coloca de lleno en el cine de masas, mientras que Winding-Refn no parece molestarse con este concepto y filma lo que le viene en gana).

Así, es posible que esta generación descubra su ídolo cinematográfico en la obra anterior de Winding-Refn: la trilogía Pusher, la genial Bronson y sobre todo, la sublime Valhalla Rising, cuya maestría estética vale la pena estudiar cuadro por cuadro.

En cambio, ¿hará Drive lo mismo por Ryan Gosling? El canadiense es, discutiblemente, el mejor actor de su generación, capaz de convertirse en el nuevo Sean Penn, Downey Jr. o Ed Norton. Sin embargo, el sistema parece habérselo apropiado, lo cual lo condenaría a seguir el destino de un Brad Pitt.

Porque las mejores películas de Ryan Gosling son las que hizo cuando le coqueteaba al cine alternativo. El papel más logrado –para mí-, que ha hecho es Lars and the real girl (2007). Le siguen, Half Nelson (2006) y The believer (2001). En estas tres cintas, el actor se apropia de los personajes y lleva a cabo un trabajo increíble. Por supuesto que la prensa, siguiendo su fijación con Indiana Jones, Harry Potter o Transformers, no parece haberse enterado de la existencia de Lars… por ejemplo.

Es por ello que les doy este consejo: si no han visto esta película, traten de buscarla. No los decepcionará.

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Las venas abiertas de los Estados Unidos

nyc2011 38El papel de inmigración me pregunta sin ambages, de lo más voulez-vous coucher avec moi, si pretendo asesinar al presidente de los Estados Unidos. La casilla subsiguiente me insta a “jurar por mi honor” que no he participado en genocidio alguno entre 1939 y 1945, algo fácilmente comprobable con sólo echar un vistazo a mi fecha de nacimiento. La paranoia de los policías que gestionan la fila que conduce a la taquilla de inmigración con sus porras y sus ladridos de “next!” recuerda, extrañamente, a los militares que participaron en el genocidio antes mencionado. Avanzamos ordenadamente hacia la línea imaginaria que separa el Estado de Nueva York del resto del mundo y me percato de que la fecha, brillante y digital encima del aviso de US Customs, me parece extraña. Hay algo en todo este cuadro que se me escapa, un detalle que Sherlock Holmes ya hubiese detectado pero que yo, sumido en la excelente 1Q84 de Murakami desde hace varios días, no logro discernir. Segundos después estoy a punto de gritar la versión venezolana de eureka, léase: coñodelamadre, sólo a mí se me ocurre viajar para acá en la víspera del once de septiembre.

Manhattan está deslucida, como una amante vieja y agotada que pretende convencerte de que trepes en su cama. La ciudad respira con dificultad, sus extremidades ya no le responden. La crisis económica es palpable, tanto en los rostros de las personas como en los carteles de “out of business” que se erigen por doquier. Las finanzas, hinchadas con los esteroides de la especulación, han hecho estragos en los sectores medio y bajo de la sociedad neoyorkina. Igual que la ilusión del cuartobate atlético se derrumbó en medio de escándalos de dopaje, el sueño americano constató de manera grotesca que su ídolo tenía pies de barro, que sus bíceps eran más falsos que las tetas de una modelo venezolana.

El once nos recibe con la máquina propagandística en sobre marcha. Desde cualquier televisor, radio o página de Internet se intenta emular el sufrimiento vivido hace diez años. En esto, los medios norteamericanos decepcionan por lo previsibles que pueden ser. La nación que se vanagloria en su capacidad de inventiva e innovación se contenta con reciclar las herramientas de comunicación empleadas por todos los gobiernos para avanzar contenidos y explicaciones simplistas. Desde Los Ángeles hasta Pionyang, mentiras más, mentiras menos, los países se esfuerzan por avanzar lecturas históricas unidimensionales llenas de pathos, excluyendo cualquier intento de análisis más profundo con la etiqueta de “antipatriota” o “manipulador”.

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Porque en medio de la tragedia que vio miles de civiles perder la vida se construye la farsa de un relato épico que busca fundar las bases de la nación norteamericana contemporánea. Ya lo había hecho el poeta Virgilio al trazar la fundación de Roma sobre los residuos de la guerra de Troya al mimetizar el relato homérico en su Eneida. En la Nueva York del 2011 el discurso épico es netamente semiológico y se basa en las imágenes televisivas que constituyen el esqueleto sobre el cual discurren los “analistas”. Estos, más que “analizar” algo, se contentan con afianzar el relato con las claves de simulacro/repetición que estudiara Baudrillard hace unas décadas.

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Así, no hay mejor ejemplificación de las contradicciones del sistema norteamericano que el memorial de Ground Zero. Valiéndose de la “compulsión de la repetición de Tanatos” estudiada por Freud en 1928, los medios, y a través de ellos la sociedad entera, se empeñan en repetir el evento traumático para mimetizar el sufrimiento colectivo. Dicha compulsión evita cualquier lectura comprensiva; de hecho, diez años después del once de septiembre es poco lo que ha aprendido el mundo occidental, aparte de prohibir a los viajeros subirse al avión con agua y retirarse los zapatos en los controles de seguridad. La imagen del avión estrellándose contra la torre derrumba todo intento de entender las consecuencias de dos guerras –una de ellas completamente ilegal-, el asalto al estado de derecho que representó el Patriot Act y al derecho internacional que es Guantánamo. Nada de ello aparece en la imagen de Obama al lado de George Bush parados en Ground zero. Ninguno de ellos rinde cuentas, ni Bush por sus “armas de destrucción masiva”, ni Obama por su promesa de cerrar Guantánamo. Los gobernantes hincan la cabeza y se contentan con reciclar el sufrimiento de Tanatos, de la muerte, e invitan al país a participar en el ritual totémico sin derecho a preguntar nada.

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Diez años después de los atroces atentados, lo único que pueden mostrar los Estados Unidos son huecos. Frente a Obama y Bush yace el hueco de las Torres Gemelas y este vacío recuerda las promesas que ellos, como buenos políticos, no han cumplido ni cumplirán. Pero frente a la población devastada y excretada del sistema productivo por la avaricia de un puñado de especuladores financieros aparece el hueco fiscal más grande de la historia de su país, con sus correlatos de desempleo, pobreza y abandono. En Nueva York se han multiplicado los vagabundos. Se les ve por doquier, empujando coches de supermercado con sus escasas pertenencias mientras en Washington se preocupan más por una oscura agencia de notación que los degrada a AA+ que por la supervivencia de estos ciudadanos.

Es esa la sensación que da la Gran Manzana hoy en día. Por un lado, los bancos hacen ganancias récord y los inversores se comportan como jugadores de póquer que saben que la casa va a quebrar pronto, tratando de maximizar su apuesta antes de que el casino se derrumbe. Por el otro, la clase media y baja se inyecta el speedball de las contradicciones norteamericanas: Rick Perry y Michelle Bachman proponen reducir la enseñanza de los métodos anticonceptivos en los colegios a “la abstinencia” solamente, mientras en televisión un rapero sacude una cadena de oro y nos recuerda que él se acuesta con toda la discoteca y que tiene más sexo que el que nosotros tendríamos en quinientos años. El nivel de vida de la población se pauperiza, mientras se le invita a seguir las aventuras del trasero de Kim Kardashian, que bebe champán en una playa de Bali o de Goa, el todo filmado con un lente gran angular .50 que se acerca al derrière como si estuviera a punto de hacerle una endoscopia.

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Porque la contradicción más grande no es que a diez años de los atentados se haya apenas construido un memorial y una fuente mediocre en Ground zero. Lo más humillante no es que jueguen con el sufrimiento y con los muertos para tratar de construir una consideración intempestiva sobre el destino divino de los Estados Unidos, como hace Kim Jong-Il en Corea del Norte. Lo más triste es la compulsión pragmática norteamericana de querer siempre ver hacia delante, sin entender jamás cómo se llegó acá. En esa avidez de futuro y crecimiento, los Estados Unidos han olvidado a las personas, a los ciudadanos. Acá no manda la gente, manda la bolsa, manda la agencia de notación, manda el sistema financiero. Y lo peligroso, lo verdaderamente preocupante, no es que ese país decida irse a la porra, es que, para el resto del mundo, el derrumbe de los Estados Unidos nos deja con el fantasma totalitario chino y el régimen iraní como únicas opciones.

Sucede que ese futuro es tan escalofriante como el hueco de Ground zero.

(Todas las fotos de NYC, acá)

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Apocalipsis griego

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El avión parece relinchar antes de aterrizar en el aeropuerto de Atenas. “8 sobre 10”, pienso, en lo que será una de muchas analogías olímpicas en este país. Llevamos muchas expectativas, no sólo las ansias de conocer la cuna de la civilización occidental, sino la curiosidad de observar cómo se traducen los preocupantes índices macroeconómicos en los herederos de la nación de Aquiles.

athens2No damos ni veinte pasos antes de ver las primeras señales de la debacle financiera: una huelga de taxis sacude la capital. En términos prácticos, esto es un gran problema, ya que son la una de la mañana y no hay ningún medio de transporte público. Los amigos que nos invitaron están obligados a buscarnos, pero como no pueden venir, envían a sus padres. El señor, que está en plenos preparativos matrimoniales de su hija, nos lleva al hotel antes de devolverse y buscar a otros invitados que llegan a las tres de la mañana.










zeus4El día nos recibe con un calor de más de treinta y cinco grados. Visitamos la acrópolis: el mármol refleja el sol incandescente que derrite turistas entre los templos de Poseidón y Palas Atenea. Una italiana que cree que el costo de la entrada le da derecho a alquilar toda la acrópolis, hace aspavientos y le grita a los demás visitantes que nos quitemos, que ella quiere tomar una foto “sola”, “sin turistas”. Nadie le hace el más mínimo caso.

people2En un bar aledaño, un camarero nos dice lo que escucharemos de boca de los jóvenes durante el resto del viaje: “me quiero ir de aquí”. Cuando le pregunto a dónde piensa irse, me dice que le importa poco. Estados Unidos o China, me responde. Lo miro con incredulidad y me explica, “mi madre es camarera en los Estados Unidos y gana 4 veces mi sueldo. Y los chinos ahora tienen dinero. Voy a abrir una tienda como mecánico en Shangai”.

Al segundo día, empiezo a dar tropezones con el idioma griego. Con razón están quebrados: buenos días se dice, “Calimera”. ¿Quién puede querer ir a trabajar así? Sólo provoca contestar, “qué injusticia” y buscar alguna protección del sol, siempre inclemente, siempre ardiendo sobre tus hombros.

tinos2En la isla de Creta la huelga de taxistas toma otras dimensiones. Los conductores, en franca rebelión ante la liberalización de su profesión (el gobierno propone eliminar los controles para ser taxista), invaden el aeropuerto y perturban todos los vuelos. Esto hace poca mella a la emigración turística hacia las islas de las Cicladas. Por encima de la debacle económica, los mismos de siempre siguen bailando y bebiendo como si no pasara nada. Un amigo me dice que en la isla de Mykonos, la otra “Ibiza” de Europa, un parasol y dos sillas en la playa cuestan 40 euros. En las discotecas, la gente paga mil euros para subir a bailar en la zona VIP y beber champán.





tinoskidsEn tierra firme, conversamos con algunos amigos griegos quienes confirman la percepción generalizada: en octubre, cuando desaparezcan los turistas con su ingesta de cócteles sobre preciados y sus compras de baratijas de plástico en las tiendas de recuerdos, estallará un descontento social que hará que la guerra de Troya parezca un berrinche del Pitufo peleón. “Nos engañan y nos estafan –nos explica una amiga-, ¿puedes creer que acá los políticos prometen una cosa y luego hacen otra? Se roban el dinero. Son todos unos corruptos”. Lamentablemente, es un bolero nada original.







tinos1Pero el problema no es sólo político. Los griegos viven de manera muy precaria. El salario mínimo es de 600 euros, una cerveza vale dos. Una cena cuesta más o menos quince euros por persona. Nuestra amiga, que logró graduarse en la Universidad, apenas llega a mil euros. Dice que no podrá correr con los gastos de la casa que heredó de sus padres, aunque si la vende, tampoco podrá pagar un alquiler.

No hay trabajo en Atenas, la crisis económica del 2008 afectó sobre todo al sector terciario. Los griegos huyen de la capital, la solución está en trabajar en el sector primario o secundario, en volver a la producción. Ser campesinos o ganaderos, una opción nada atractiva para los citadinos estudiados.









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El país se ha quedado sin sueños. La gente se ha resignado a la supervivencia como forma de vida. Los proyectos económicos y laborales se desvanecen y, la poca gente que aún conserva su empleo, resiste las inmensas presiones de sus jefes por trabajar más tiempo por menos dinero. El paro obliga a los empleados a mendigar su sueldo.

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tinos3Vemos el atardecer en la isla de Tinos, el lugar más religioso de toda Grecia. Los feligreses se arrastran hasta la Iglesia de María para pedir favores a la virgen. El gobierno ha habilitado una calzada especial para los suplicantes: una alfombra de felpa recubre el asfalto en la empinada subida hacia la Iglesia. Mientras veo una señora avanzar de rodillas hacia el lugar santo, no puedo dejar de pensar en cuál dios habrá traicionado a los hijos de Aquiles. La sombra de Ares, el dios de la guerra, parece apoderarse de la ciudad cuando aparece la luna. Pronto llegará el otoño, pronto volverá a brotar la cólera por las calles de la otrora capital del mundo.

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Pioneros de la oposición, seremos como el Ché

peq-pionerosPongamos el dedo en la llaga: Ché Guevara (y un par de sílabas más y hasta me queda en haiku). Hablemos de la fijación edípica de cierto sector de la oposición con este personaje. Y antes de que se pongan a chillar, vuelvan a leer la parte que dice, “cierto sector”: esto no es un ataque personal.

Me refiero al discurso radicalmente anti-guevarista, cargado de adjetivos violentos, relecturas históricas diacrónicas e interpretaciones convenientes. A riesgo de repetirme, diré que el propósito de este artículo no es, ni debe ser entendido como, una defensa/toma de posición en torno al Ché. El que quiera dejar su comentario al final de este texto insultándome o hablando de la masacre de la Cabaña es libre de hacerlo; yo soy libre de no prestarle la más mínima atención.

No digo que no pueda existir una discusión sincera y seria alrededor del Ché. Simplemente digo que es imposible esperar que sea el sector patológicamente anti-guevarista el que promueva dicha reflexión. Además, creo que cualquier intento de oposición democrática en Venezuela debería pasar por la exclusión de estos disociados, por las razones que daré a continuación.

No utilizo las palabras “patológico”, “disociado” o “edípico” a la ligera. ¿Puede haber otra descripción de una persona que pregona algo y luego hace exactamente lo contrario?

Estimado lector: haga un tour de blogs radicales de oposición y constatará lo siguiente: Primero, un esfuerzo exacerbado para llenar páginas virtuales de pathos, una vaina digna de guionista de la película Titanic, sobre “las masacres del Ché”, los fusilamientos sumarios, los niños huérfanos y otros trucos sacados del manual de Delia Fiallo. Luego un llamado a “la democracia y la justicia” (o algo por el estilo), seguido de un juicio moral sumario (expresado en insultos) de algún intelectual lo suficientemente bolsa como para decir algo laudatorio del Ché. El todo, escrito en mayúsculas, por favor, con cierres de signos de exclamación que jamás se abrieron. Ejemplo: COMO PUEDEN ADORAR A ESTE ASESINO !!!!!!

Acto seguido (y acá es que entra el rollo de lo patológico disociado), este demócrata de manos blancas escribe un artículo amenazando a políticos del statu quo o fichas del chavismo, del tipo (y en mayúsculas por favor; si es en twitter, mejor): @evagolinger SABEMO DONDE BUSCARTE NO TE VAS A SALVAR; o crea categorías como, “Los responsables de la dictadura” donde drena toda su bilis hacia Diosdado, por ejemplo, y mezcla, de lo más postmoderno, frases salidas de la izquierda, “prohibido olvidar”. Hablando de ejercicios de memoria, ¿recuerdan el nefasto reconocelos.com?

He allí lo psicoanalítico del asunto: sus “análisis” del Ché no son más que un parricidio de la figura freudiana. Este “pequeño pionero de la oposición”, se regodea pensando en la paliza que le dará a algún chavista en el futuro, imagina tribunales populares donde “el pueblo” lincha a Diosdado y a los cubanos los sacan a patadas de Venezuela.

¿Y no es exactamente eso lo que hizo el Ché?

Si el Ché leyera los blogs que contienen este tipo de argumentos, concluiría rápidamente que en Venezuela lo que hace falta es derrocar al gobierno por las armas y fusilar a una pila de chavistas.

Y si el Ché hubiese escrito un blog en 1959, seguramente hubiese deseado que Batista se muriera de cáncer “dolorosamente” después de una “larga enfermedad”.

Porque, ¿no son estos “demócratas anti-guevaristas” los que salieron en tromba el 12 de abril a tratar de linchar diputados y ministros, como si Fidel acabara de entrar en la capital y propusiera tomar el Vedado?

¿No fueron estos “pioneros de la oposición” quienes saquearon la Embajada de Cuba como si fuera el cuartel Moncada? ¿No son muchos de estos anti-guevaristas quienes utilizaban la lista Maisanta a la inversa, para evitar de contratar chavistas? Purga de homosexuales en Cuba, purga de chavistas en Venezuela; ¿hay tanta diferencia?

A nadie le pueden quedar dudas sobre el talante “democrático” de esta gente. Si el Ché Guevara estuviera vivo y se montara en el Granma para liberar a Venezuela del “yugo chavista”, ellos aplaudirían y dirían que el Ché es el tipo más democrático del mundo. Si el Ché fusilara a los políticos que ellos tanto odian, ninguno de ellos se quejaría. Muchos dirían, como dijeron los cubanos en 1959, que se lo buscaron.

Este anti-guevarista patológico, pichón de dictador, representa una seria amenaza para cualquier proyecto democrático en Venezuela.

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