El fin de la civilización del libro, según Michel Onfray


El filósofo francés acaba de presentar el primer tomo de su Anti-historia de la literatura, una serie de seis volúmenes que promete hacer temblar las fundaciones del estamento literario galo. Este primer tomo, intitulado Lo real nunca sucedió, da pie a una entrevista sin concesiones en la cual el filósofo presenta una visión particular de las letras en general. Publicada en la revista Lire, Nº 424 (04/2014), acá les dejo la traducción aproximativa de los párrafos más provocadores.

 

¿La novela, esencialmente un trabajo de ficción, puede pretender a la verdad, como lo hace la filosofía?

Sí. La filosofía no tiene el monopolio de la verdad, ni del error. La ficción es muchas veces portadora de la realidad, más que la filosofía. En el Gulliver de Swift, hay más verdad que en muchas reflexiones filosóficas, especialmente políticas. Pero para esto, la literatura tiene que seguir siendo literatura: hoy, asistimos al empobrecimiento de la novela. Para mí, lo propio a la literatura es la imaginación. Sin embargo, la vemos reducida a una especie de autoficción donde cada quien cuenta un pedazo de su vida, sobre todo si encontramos algo de sexo, algo picante. Como prueba, me refiero al éxito de Marcela Iacub, de Christine Argot y de una cantidad de gente que, por falta de imaginación, creen que cambiar los nombres propios es suficiente para hacer literatura. Yo no lo creo así. (…) Para mí, el gran novelista, incluso si tomamos en cuenta la declaración de Flaubert, “Madame Bovary, soy yo”, es aquel que, a partir de una anécdota, de algo particular, logra tocar lo universal. Aquel que logra producir un arquetipo que permite decir, es de esta manera que esto siempre sucedió, y así es como continuará a suceder.

 

¿La novela debe desarrollar ideas o puede contentarse con presentar personajes en una acción determinada?

La novela “de ideas” es muchas veces pesada e insoportable. Cuando la novela toca a la filosofía, lo hace a través de los personajes: pienso en Dostoievski, un favorito de los filósofos. O En busca del tiempo perdido, que cuestiona el tiempo, la memoria, los recuerdos, la historia, sin llegar siquiera a su análisis del derrumbamiento de la aristocracia y el surgimiento de una burguesía. Igual que Zola, o Balzac, quienes me llevan a pensar que la novela es útil para pensar el mundo.

 

¿Cómo leer hoy en día, en una época que conspira contra la literatura?

Buena pregunta. Creo que empiezo a llegar a la edad en la cual puedo decir cosas de viejo imbécil: hoy en día, no se lee. Mis amigos de infancia me dicen que conocían gente como yo, que ahorraba dinero para comprar libros usados, que los vendían para comprar otros, con un gran entusiasmo. Eso ya no existe, y es desesperante. Fui profesor durante veinte años, vi profesores que se jubilaban y nuevos que llegaban a sustituirlos, y me impresionó su incultura. Es decir, es normal ser algo inculto cuando llegas joven a un puesto de profesor, ¡pero ni siquiera habían leído los clásicos! Es por allí donde se debe comenzar. Puedes saltarte el último Houellebecq o el último Onfray, es mejor leer a Malebranche. La gente que lee hoy día es poca, en cambio, pasamos tres horas y media por día frente a la televisión. ¿Y cuando vemos la lista de mejores ventas? El próximo libro de Valérie Trierweiler (ndlr: la amante del Presidente de Francia) o las memorias de Basile Boli. Mientras tanto, ¡Yves Bonnefoy vende 300 ejemplares! ¡Y eso que es candidato a la colección Pléiade y para el Nobel de Literatura! Todo esto en un país de 65 millones de personas. ¿Qué significa esto?

 

¿El lector de hoy en día es un resistente?

Sin duda. Estamos en una sociedad de iletrados, en el sentido etimológico del término, una civilización egipcia. Hay algunos escribanos, que saben leer y escribir, a quienes les gusta esto, que tienen una relación de amor con el texto y con el papel, y luego están los otros. No creo estar en una lógica decadente o reaccionaria, simplemente es así. Hay una civilización que se derrumba, la civilización del libro. La verdadera consecuencia, es el formateo del cerebro: es un órgano donde encontramos lo que allí metemos. Si no metemos nada, estará vacío. Esto equivale al triunfo de la reproducción social. Mi madre era señora de limpieza, mi padre obrero agrícola, pero pude salir de abajo en mi época. Hoy en día, no creo que lo lograse. Sería también obrero agrícola. Cuando los niños no leen, cuando la escuela no les transmite esa cultura, y que en lugar de esto los ponemos frente al televisor, hemos renunciado a educarlos. Porque un cerebro que no se concentra, no lo hará jamás. No podremos leer La guerra y la paz. La gente que habrá leído En busca del tiempo perdido desde el principio hasta el final, serán cada vez más raras. Vamos hacia una civilización donde el cerebro de la gente es fabricado por las noticias en formato continuado: es la ley de BFM-TV (ndlr: canal de información francés, al estilo CNN). No hay desarrollo en el tiempo, no hay dialéctica, no podemos inscribirnos en el espacio mental e intelectual, no hay razonamiento, sólo eslogans. El eslogan es el instante puro: puede repetirse, entonces es fácil. Pero es desesperante. Por eso, el libro ha perdido su lugar.

 

¿Entonces, cuál es el papel del escritor hoy en día?

El problema del escritor es el editor. Hoy, un “escritor”, es alguien cuyo libro ha sido escogido por el editor. Es decir, los directores de mercadeo le habrán susurrado que debía escogerlo. La literatura más compleja, con un verdadero estilo, no se publica. Puede que sea la literatura de mañana; en todo caso, no es la de hoy. El libro se ha convertido en una mercancía como cualquier otra, y cada vez hay menos editores que hacen su trabajo. Esto incluye los editores que dicen, “somos los resistentes”, que se supone siguen otra lógica, cuando la realidad es que están subvencionados por el CNL (ndlr: Centro Nacional del Libro) y que proponen una literatura tan falsa como la primera. Los verdaderos editores, capaces de tomar riesgos sin ceder a las sirenas de la moda, ya no sabemos dónde encontrarlos.

 

Su “anti-historia” se detiene en el siglo XX. ¿Existen escritores hoy en día que propongan conceptos para pensar lo universal?

La ventaja, cuando me publicaron en Grasset, es que me mandaban todas las novelas que publicaban. Me parecían novelas tan poco dignas que decidí echarle un ojo a otra cosa, a los autores o escritores que me habían recomendado. Leí Houellebecq porque había que leerlo, pero no me gusta. Está demasiado pegado a su época, con sus antihéroes blandos, su gusto por todo lo sucio, lo asqueroso; su disgusto por la vida, su cinismo insoportable… A esto hay que agregar su no-estilo, tipo “sujeto – verbo – complemento”, lleno de verbos pobres. Cuando yo escribo, al principio también tengo verbos pobres: ser, decir, hacer. Pero luego trabajo mi texto para retirarlos, para proponer una lengua rica y precisa. Me da la impresión de que Houellebecq trabaja algo gris y neutro. Entiendo que esto pueda ser el espejo de nuestra época, pero francamente, no me interesa. Prefiero algo original, un autor que sale de su época. (…) En cuanto a la literatura extranjera, sucede lo mismo. Puede que exista un genio japonés de 25 años que escribe novelas magníficas pero que jamás será publicado, y esto me parece desesperante. Antes, había editores que se arriesgaban. No quiero idealizar a Gaston Gallimard, pero él tomó serios riesgos para que Sartre fuera Sartre, para que Malraux fuera Malraux y Camus, Camus. Todavía estoy esperando que aparezca la generación de relevo.

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Proust pictórico (9)


 “La crucifixión“, Veronese, 1584 (Museo del Louvre, París).

“Y hay que abandonar toda esperanza de volver a casa a acostarnos cuando se decide uno a penetrar en ese antro apestado, puerta de acceso al misterio, en uno de esos inmensos talleres de cristal, como la estación de Saint–Lazare, donde iba yo a buscar el tren de Balbec, y que desplegaba por encima de la despanzurrada ciudad uno de esos vastos cielos crudos y preñados de amontonadas amenazas dramáticas, como esos cielos, de modernidad casi parisiense, de Mantegna o del Veronés, cielo que no podía amparar sino algún acto terrible y solemne, como la marcha a Balbec o la erección de la Cruz”.

(A la sombra de las muchachas en flor)

Entrada de la serie Las referencias a la pintura en En busca del tiempo perdido.

 

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Literatura y filosofía contra la violencia del lenguaje

Marc Crépon es el director del departamento de filosofía de la prestigiosa Escuela Normal Superior de París. Especialista del lenguaje y su relación con las comunidades, su último ensayo, “La literatura y la filosofía ante la prueba de la violencia” prolonga su investigación sobre el pensamiento y la creación ante la violencia del mundo.

Para Crépon, toda violencia se ancla primero en el lenguaje, y en el uso que hacemos de este. Si decir es hacer, hablar es también deshacer: deshacer el bien, pero también deshacerse del mal, al sobrepasarlo en el acto creativo de la escritura.

“La literatura y la filosofía existen en una zona gris -explica-, una zona gris que separa la lengua que destruye de la lengua que salva. El novelista y el filósofo están al borde del precipicio, en esta frontera entre la salvación y la destrucción, donde no existe la certeza”.

Analizando la obra de Kafka, Celan, Derrida, Lévinas, Klemperer, Singer, Sartre, Sebald, Arendt, Merleau-Ponty y Kertész, Crépon muestra todas las confrontaciones posibles a la violencia, como vivirla y pensarla, como guardarla en la memoria y utilizarla como testimonio.

La receta de Crépon es emancipadora y reconfortante, ya que el punto común a todos estos autores es, “la demostración de que nunca estamos solos frente a la violencia. Mientras exista el auxilio y el consuelo de los libros, mientras tengamos el don de la escritura, hay esperanza”.

Vale la pena recordar estas palabras en los momentos sombríos y aciagos que parecen asfixiarnos: la literatura, el acto último de la creación, es una forma de emancipación personal, pero también es una forma de resistencia y de oposición a toda forma de violencia.

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La falacia del pueblo

Un argumento recurrente en los debates sobre Venezuela en el exterior es la invocación del “pueblo” como último árbitro de las manifestaciones. El “pueblo” es como el chef catando el plato antes de que salga de la cocina: ¿qué dice el pueblo? ¿El pueblo no manifiesta? Esto quiere decir entonces que la manifestación no es “popular”.

Esta forma elaborada de la falacia ad populum se consigue en todos los acólitos y propagandistas del chavismo en el exterior: ya sea un oscuro profesor gringo hablando en una estación de radio, un candidato de la ultraizquierda en Francia, o el guionista
de “Al Sur de la frontera” y articulista de The Guardian de Inglaterra*; todos tienen en común la apelación al “pueblo” como medida indiscutible de la realidad venezolana.

Este “pueblo” legitimador de la realidad, por supuesto que no es usted que está leyendo esto (ni yo que lo escribo). Es una versión perversa y colonialista, como del grupo Toto cantando sobre “Africa”, del lumpenproletariado buenazo y simpaticón, de ropas desgarbadas y sonrisa perenne. Si usted llegase a hacer una asociación libre con esta gente, cuando le dijera, “el pueblo venezolano” la imagen que saltaría a la cabeza sería una especie de Camilo Cienfuegos -aunque más aindiado-, probablemente vagando en medio de una plantación o montando un asno, con un tabaco entre los dientes picados.

Es la versión buensalvajista de la realidad: el pueblo nace “puro e impoluto”, es sincero y bonchón, confiado y dicharachero. Es sólo cuando se frota a la sociedad que se le inculcan valores errados, la explotación del hombre por el hombre y la justicia burguesa”, por ejemplo.

Esta lectura estructuralista supone una vuelta al grado cero de la condición de “pueblo”, una situación tan sincera y honesta que
la verdad brilla en todo su esplendor.

La inocencia del pueblo que todo lo sabe. La franqueza del pueblo que puede apelar a sus instintos para sobrepasar la cultura racional e intelectual de nuestra sociedad contemporánea. En el peor de los casos, si el “pueblo” yerra, jamás se le podrá acusar de
albergar malas intenciones.

Para los anglosajones y continentales, este “pueblo” encarna la justicia última. Es la estatua con los ojos vendados, la balanza y la espada, cuya rectitud es infalible.

De esta manera, cuando el analista avezado en el exterior afirma que “las manifestaciones en Venezuela no son populares”, a lo que apunta (más allá de la barrabasada de implicar que San Cristóbal es un lugar burgués, más o menos como Monte-Carlo), es que las razones de manifestar no son sinceras.

Son las capas manipuladas por tantas lecturas de Victor Hugo y Faulkner, sinfonías de Mozart y Cascanueces todos los diciembres y demás factores alienantes, quienes no están contentos con las transformaciones-para-ayudar-al-pueblo.

Mientras “el pueblo” no manifieste, la inflación de +56% anualizada no tiene importancia. Si “el pueblo” no tiene problemas con los cortes de luz o la escasez, pues es porque estos no ocurren o no tienen relevancia.

Al final, si usted no es “pueblo”, no tiene derecho a hablar.

Porque piense usted, ¿qué hubiese pasado si Diosdado Cabello le hubiese roto la nariz a patadas a alguien como Rigoberta Menchú? ¿Cree usted que si María Corina Machado fuese como la indígena militante, le hubiesen quitado ilegalmente la inmunidad? ¿Cree usted que si la ganadora del premio Nobel de la Paz hubiese sido tiroteada por paramilitares, los apologistas
internacionales se hubiesen quedado callados?

Estos dobles estándares que se manejan a nivel internacional son sumamente injustos, aparte de ser los vehículos de un colonialismo condescendiente inaceptable. Porque estos adalides de la libertad son capaces de dejar correr ríos de sangre por las calles de Venezuela antes de mover un dedo, a menos que sea “el pueblo” el que se está muriendo. Al final, como “el pueblo” es un constructo que sólo existe en sus cabezas, ellos jamás apoyarán a los venezolanos que reclaman sus derechos.

Los tachirenses pueden gritar “¡ayuda!” hasta que se queden sin voz y desfallezcan bajo el sonido hueco de los porrazos; esta gente no los va a ayudar, porque un gocho no es “pueblo” suficiente.

*Estos tristes personajillos no merecen ser nombrados. Muchos de ellos no son más que “attention whores”, Lady Gagas de la
política buscando fama así sea parándose sobre una pila de cadáveres.

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Libros: “Nos vemos allá arriba” de Pierre Lemaitre

Siempre he sido un poco escéptico con los premios literarios, sobre todo los más importantes y tradicionales. En la mayoría de los casos suelen ser un reducto de viejos conservadores incapaces de tomar riesgos literarios o premiar la innovación. Obviamente, cada quien se escuda en su generación y sus gustos: no se le puede pedir a un octogenario que aprecie una novela anclada en las redes sociales o que se inscriba en la vena de la literatura pop postmoderna de los últimos años.

Sin embargo, esto coloca al jurado en una posición muy delicada, ya que corre el riesgo de alienar al público y ser tratado de esnobista si se aleja demasiado del gusto de las masas. Porque, al final, los premios literarios no tienen otro objetivo que impulsar las ventas: el discurso sobre la calidad de la obra y la relevancia del autor son absolutamente secundarios.

Este es el caso del premio más prestigioso de Francia, el Goncourt.

El Goncourt era un premio en picada, un reconocimiento muy prestigioso que había perdido toda capacidad para mobilizar lectores y que estaba a punto de perder toda relevancia. El jurado estaba desesperado: debían encontrar una novela de calidad que justificase la reputación del Goncourt, pero que también fuese capaz de interesar al público general.

El gran salvador del Goncourt fue el francés-norteamericano Jonathan Littell, con su novela “Las benévolas“, en el 2006. Littell, un escritor aún joven, se concentró en una feroz campaña publicitaria y recorrió todos los programas de televisión existentes, lo cual garantizó el éxito del libro.

Aparte de su indiscutible calidad literaria, “Las benévolas” trata sobre la Segunda Guerra mundial, un fetiche para el jurado francés.

Porque a eso me refería al principio: puedo entender que un jurado de octogenarios esté obsedido con las Guerras Mundiales y que sea un tema de particular interés. Pero al público en general le cansa la misma formalidad todo el tiempo, los mismos temas, la misma prosa. Es igual de cansón que las películas sobre campos de concentración, de la cuales aparecen como dos por año, sin importar lo trillado de la trama.

Resulta que el jurado y a la crítica francesa se derriten ante estos temas. Si usted quiere triunfar en Francia, escriba sobre alguna Guerra Mundial. Es por ello que no es de sorprender que el catalán Jaume Cabré, con su novela “Confiteor“, amén de sus méritos literarios (que sí que los tiene), haya sido plebiscitado por los franceses. ¿Cómo no se van a rendir a los pies de una novela que sucede en la Inquisición, el Franquismo y la Segunda Guerra Mundial, al mismo tiempo? Si a eso Cabré le agrega disquisiciones sobre la música clásica, el violín y la teoría literaria, está claro que llamará la atención de los galos.

Es por todo esto que sentí algo de aburrimiento cuando vi que el jurado del Goncourt había premiado a Pierre Lemaitre. El presidente del jurado, un señor de *noventa y dos años* (¡92!), había escogido una novela que sucede… Al final de la Primera Guerra Mundial. “Jodido viejo -pensé-, ahora voy a tener que interrumpir mis lecturas para echarle un ojo a este mamotreto, seguramente insoportable”.

Es obvio que no salí corriendo a la librería a comprar “Nos vemos allá arriba”. Tampoco lo reservé o pedí de regalo. Pero un día de esos, cuando me sentía como Jack Sparrow, terminé por obtener el libro cortesía de Talleres Hurtado. Ya que el libro vale más de veinte euros, y ya que Lemaitre ha vendido más de 400 mil ejemplares, no sentí absolutamente ningún remordimiento en estafar a los señores de Albin Michel, quienes han tenido la amabilidad de rechazarme más de un manuscrito sin siquiera escribir mi nombre en la carta (“Querido   : le deseamos todo el éxito en su proyecto”. Así: querido, espacio y puntos. Bueh).

Entonces, como me encontraba en esa fatalidad llamada Venezuela -que me han dicho es un país, pero que para mí se resume a dos realidades: estar encerrado en la casa de mis padres, o encerrado en la casa de mis suegros-, decidí llevarme “Nos vemos allá arriba” y pasar las “vacaciones” así.

Admito que fui gratamente sorprendido por Lemaitre. Su propuesta narrativa me enganchó desde el principio: una especie de narrador omnisciente que se permite muchas libertades y que rompe su propia narrativa a propósito de vez en cuando. El narrador nos explica, sin ambages, que el protagonista va a morir, todo esto en la primera página. Al eliminar el clímax de película hollywoodense, se concentra en dibujarnos el triángulo de poder que conducirá la novela: la suerte de dos soldados y de su superior.

Pero Lemaitre no castiga al lector con escenas miserables o moralizadoras. Lo que más me gustó de “Nos vemos allá arriba”, es el tono jocoso y cínico que se diluye a lo largo del relato. La novela empieza en el año 1918, cuando todo el mundo, incluidos los soldados, sabe que la guerra ha acabado y que Alemania ha sido derrotada. Sin embargo, mientras se espera por la capitulación, los militares están obligados a mantener una simulación de pelea. Ninguno de los dos campos quiere arriesgar más: bien nos explica Lemaitre la mala suerte que hay que tener para morir en el último asalto de la guerra…

El resto de la trama se desarrolla en la post-guerra, un período difícil, de grandes penurias y dificultades económicas. Los dos soldados antes mencionados, deberán ingeniárselas para sobrevivir, llegando incluso al tráfico de morfina y heroína, mientras el capitán del escuadrón, arquetipo malvado del libro, subirá como la espuma y logrará grandes riquezas y posición social.

Digamos que “Nos vemos allá arriba” me pareció una excelente selección de la parte del jurado. El público también ha plebiscitado el libro, llevándolo al tope de las ventas. Su tono ligero y divertido, a pesar de tratar temas tan complicados como los mutilados de guerra y la pobreza, hace que la lectura se vuelva divertida. Y eso, el jurado octogenario del Goncourt tenía tiempo sin lograrlo.

Pierre Lemaître en el 2011

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Editorial sobre Venezuela (Le Monde, 11/03/2014)

 

Los venezolanos en el callejón sin salida del “chavismo”

Venezuela, gran productor de petróleo, es potencialmente un país rico. Sin embargo, 15 años de chavismo le han dejado fuera de combate en lo económico y social. Desde el mes de febrero los venezolanos han tomado la calle para protestar diariamente contra un régimen que ha logrado una triple corona: despilfarro, corrupción y autoritarismo político.

 

El “chavismo” es la doctrina heredada del otrora presidente Hugo Chávez, quien ejerció el poder desde 1999 hasta el 2013, cuando murió. Es un cóctel socio-nacionalista inspirado del ejemplo cubano, y de anti-imperialismo militante que saca sus fuerzas de un viejo fondo revolucionario latinoamericano.

 

Los 14 años de reino de Hugo Chávez ayudaron a una pequeña parte de la población: los más pobres entre los 30 millones de venezolanos se beneficiaron de cierta redistribución de la renta petrolera. En lo que se refiere a todo lo demás, el “chavismo” arrasó con el país: economía bajo control del Estado, inversionistas locales e internacionales desmotivados y sin incentivos, control de precios, control de cambios, control del comercio exterior…

 

Elegido en abril del 2013, el sucesor de Hugo Chávez, Nicolás Maduro, lo superó con creces. En un año, ha congelado la actividad económica del país. Esta semana, anunció que se veía obligado a implantar una cartilla de racionamiento parecida a la que Cuba instauró hace medio siglo…

 

Aparte del petróleo, del cual posee las reservas más grandes del mundo, Venezuela produce cada vez menos. Importa casi todo. Antiguo país de ganadería y agricultura, hoy en día se ve obligado a comprar más de un tercio de lo que consume.

 

Al país no le quedan casi divisas, ¡el colmo para un país exportador de petróleo! A los hospitales les falta de todo. Los cortes eléctricos son cada vez más frecuentes. La inflación anualizada sobrepasa el 56%, condenando a los más pobres a aún más pobreza.

 

Los manifestantes se enfrentan a las milicias paramilitares del régimen. Este acusa a los “burgueses” de tomar la calle. Se equivoca. Detrás de los estudiantes, punta de lanza de la manifestación, está todo el espectro completo de la sociedad venezolana que expresa su inquietud por el futuro.

 

Bajo la personalización del poder a ultranza que ejercía Hugo Chávez, el ejército no ha dejado de aumentar su dominación de la vida política. El “modelo cubano” produce acá todos sus efectos nocivos. Se ha creado una economía paralela, un mercado de tráfico interno y externo que beneficia a una pequeña nomenklatura sin escrúpulos.

 

Al derrumbamiento de la economía se agrega una inseguridad galopante: 25 mil homicidios por año, sin contar los robos, agresiones de todo tipo y secuestros. Caracas es la capital más peligrosa del planeta.

 

Se necesita toda la atracción del “exotismo latino” para que ciertos intelectuales franceses le encuentren algún encanto al “chavismo”. Sobre todo porque este, ya sea bajo Maduro o bajo Chávez, cercena las libertades públicas, silencia a una parte de la prensa y maltrata a toda la oposición. En la realidad, el chavismo se ha convertido en una pesadilla.

Vínculo: Le Monde, 11/03/2014

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Proust pictórico (8)


 “Aria de Bretagna rodeada de sus patronas“, Jean Bourdichon, 1503-1508 (BnF, París).

“Francisca, con aquella tela cereza, ya pasada, de su abrigo, y el suave pelo de su corbata de piel, recordaba a alguna de esas imágenes de Aria de Bretaña que pintó un maestro primitivo en un libro de horas, y donde todo está tan en su lugar y el sentimiento del conjunto tan bien distribuido en las partes, que la rica y desusada rareza del traje tiene la misma expresión de gravedad piadosa que los ojos, los labios y las manos”.

(A la sombra de las muchachas en flor)

Entrada de la serie Las referencias a la pintura en En busca del tiempo perdido.

 

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Jaume Cabré y la “necesidad” en la literatura

“Yo confieso” (Confiteor) es uno de los best-sellers sorpresa de estos últimos años. Es una novela compleja de más de 800 páginas, que se pasea por la Inquisición, el franquismo y el nazismo con ligereza y rapidez. A pesar de su historia de amor un tanto edulcorada (y decepcionante, en mi opinión), es esperanzador saber que este trabajo, que le llevó más de ocho años al autor catalán, puede calar en el público de masas.

 

Sin embargo, lo traigo a colación porque subraya un problema que muchos tenemos: cómo criticar u opinar sobre el trabajo de los amigos.

 

Es decir, a todos nos pasa que un amigo o conocido nos envía sus cuentos, canciones grabadas, dibujos y demás. Entonces, ¿cómo le decimos a esta persona que su esfuerzo no es suficiente? ¿Que su trabajo no nos hizo sentir nada, aparte de sueño y aburrimiento? ¿Que es absolutamente prescindible, nada “necesario” en este mundo?

 

Cabré ventila este dilema en la relación entre el protagonista, Adrià, y su mejor amigo, Bernat. El protagonista, con franqueza descarnada, intenta decirle una y otra vez a Bernat que su talento está en la música, no en la escritura. Sin embargo, Bernat se emperra en hacerle leer sus espantosos cuentos, esperando arrancar la aprobación de Adrià. Así, la segunda o tercera vez que somete a Adrià a sus deyecciones literarias, el protagonista dice esto:

 

Bernat estaba convencido de que esta vez sí, esta vez diría Bernat, me has sorprendido: veo la fuerza de Hemingway, el talento de Borges, el arte de Rulfo y la ironía de Calders, y Bernat fue la persona más feliz del mundo hasta que, tres días después, lo llamé y le dije estamos como siempre, no me creo los personajes y me da lo mismo lo que les pueda pasar.

—¿Qué has dicho?

—La literatura no es un juego. O si sólo es un juego, no me interesa. ¿Me entiendes?

—¿Y no salvas nada? ¿Ni el último cuento?

—Es el mejor. Pero en el país de los ciegos…

—Eres cruel. Te gusta machacarme.

—Me dijiste que habías cumplido cuarenta años y que no te enfadarías si…

—¡Todavía no los he cumplido! Y me lo dices de una manera tan desagradable, que…

—No sé hacerlo de otra.

—Y no sabes decir no me gusta y punto.

—Antes sí, pero te falla la memoria histórica. Si digo no me gusta y punto, entonces dices tú: ¿y punto? ¿Y ya está? Y entonces tengo que justificarlo procurando no engañarte, porque no quiero perderte, y te digo no tienes talento para crear personajes: no son más que nombres. Todos hablan igual; todos tienen pocas ganas de llamarme la atención. Ninguno de estos personajes es necesario.

—¿Qué coño significa no es necesario? Sin Biel no existiría el cuento Ratas.

—No quieres entenderme. Lo que no es necesario es el cuento. No me ha transformado; no me ha enriquecido, no me ha ¡nada!

 

Me gustaría pensar que no soy tan “desagradable” como Adrià cuando le hago llegar mis observaciones a mis amigos. O tal vez tengo la suerte de tener amigos que escriben bien. Pero coincido totalmente el diagnóstico del personaje de Cabré: un texto que no te transforma es un texto innecesario. Como decía William Burroughs en tono cínico: el talento de los críticos es escribir, escribir y escribir, sin lograr meterte una sola idea en la cabeza.

 

La literatura se trata de lo contrario.

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Proust pictórico (7)


 “Procesión de matrimonio“, Giotto, 1304 (Capilla de Sacrovegni, Padua).

“Llevaba yo en mis viejos ensueños que databan de mi infancia, y en estos ensueños toda la ternura que vivía en mi seno, pero que precisamente por ser mía no se distinguía de mi corazón, se me aparecía como traída por un ser enteramente distinto de mí. Y ese ser lo fabriqué ahora una vez más utilizando para ello el nombre de Simonet y el recuerdo de la armonía que reinaba entre aquellos cuerpos jóvenes que vi desfilar por la playa en procesión deportiva digna de la  antigüedad y de Giotto. Yo no sabía cuál de las muchachas era la señorita de Simonet, ni siquiera si alguna de ellas se llamaba así, pero sabía ya que la señorita de Simonet me quería y que iba a hacer por trabar conocimiento con ella por mediación de Saint–Loup”.

(A la sombra de las muchachas en flor)

Entrada de la serie Las referencias a la pintura en En busca del tiempo perdido.

 

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Proust pictórico (6)


 “Retrato de Savonarola“, Fra Bartolomeo, 1498 (Museo Nazionale di San Marco, Florencia).

“Y a propósito del jardín de Aclimatación: ¿,sabes que este joven se imaginaba que queríamos mucho a una persona a quien dejo de saludar siempre que puedo, la señora Blatin? Me parece sumamente humillante para nosotros que pase por amiga nuestra. Imagínate que hasta el buen doctor Cottard, que nunca habla mal de nadie, declara que es infecta.

-¡Qué horror! No tiene en su abono más que el parecerse a Savonarola. Es exactamente el retrato de Savonarola por Fra Bartolomeo. Esa manía de Swann de encontrar parecidos en la pintura”.

(A la sombra de las muchachas en flor)

Entrada de la serie Las referencias a la pintura en En busca del tiempo perdido.

 

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