Cuando Diego decidió suicidarse, decidió también que era hora de que se mudara de Venezuela. Había escogido la muerte y en Caracas, ciudad donde los hombres se convierten en coladero a razón de decenas por fin de semana, su proyecto podría verse truncado por algún despiadado antisocial.
Diego no era un “suicida” en el sentido común de la palabra, como quien dice que Kurt Cobain o Hemingway fueron suicidas. El había escogido el suicidio, no porque estuviera deprimido o no tuviese otra solución sino justamente por lo contrario: El se suicidaría por amor a la vida. Cuando se es capaz de desprenderse de la propia vida sin ningún tipo de apego ni remordimiento, cuando se es capaz de dominar lo indomable -la muerte-, se puede decir que uno se ha convertido en Dios, en el único conductor de su existencia. Y ése era Diego.
Diego sintió pánico: Estaba tan cerca de su objetivo y sólo necesitaba unos cientos de dólares para comprar el arma que le haría a su cabeza quedar como un coliflor. Para eso tenía que salir a trabajar y exponerse a la ciudad, a la calle, al hampa y sus miedos. Desarrolló una paranoia particular, una tendencia a corroborar dos veces que el ascensor estuviese ahí después de que se abriese la puerta, para evitar caerse por el conducto vacío ya que este tipo de muerte es responsable del 20% de los accidentes “no deseados”. Anualmente, decenas de viejitos, miopes y atolondrados son englutidos por la fosa abierta del subidor de pisos ése que los termina de escrachar contra el suelo cuando baja al estacionamiento del edificio. Cada vez que usted pise el botón para conducir el aparato a buscar su automóvil piense en esto: Usted es probablemente igual que un Nazi pisando el botón de una cámara de gas; bajo su flojera y su desidia de no dejar el carro parado en la calle se esconden los huesos que chirrían y se hacen papilla cuando el ascensor los aplasta como al Terminator de la primera película. Polvo al polvo.
Tampoco podía Diego comer perros calientes en las esquinas, por miedo a morir de cólera o hepatitis. Índice de enfermos por intoxicación alimentaria producida por la comida “de calle” en Venezuela: 8% de los comensales. Índice de éstos que muere a causa de la enfermedad: Depende. Si usted tiene un seguro privado o paga una clínica, tiene 95% de oportunidad de salvarse. Si va a un hospital, lo más probable es que se muera en la cola, esperando turno. Si va a Barrio Adentro le preguntarán por qué comió perros calientes, que eso es comida imperialista. Luego le darán un Prozac.
Pero Diego no estaba a salvo del mundo exterior caraqueño cuando decidió montar una página web porno y vivir de los centavos que le dan cuando alguien aprieta un ícono google. Sucede que ahí estaba a merced de la radio y la televisión, por lo que después de pasar meses ahorrando para comprar su pistola, nadie le iba a creer que se suicidó porque quería, todos iban a pensar que era por exceso de Reagguettón. Índice de suicidios ligados al Regguettón: 15% de los escucha. Índice correlacionado: Delirio psicótico producto de la idea de que todas las mujeres son unas perras fáciles, lo cual conlleva a darle nalgadas a desconocidas en los bares y terminar con dos costillas fracturadas cuando llega el novio que estaba en el baño.
Al final, Diego decidió que no se suicidaría. Su cura le había dicho que el suicidio conducía al purgatorio (o ya no), según la Iglesia católica. Pero ese día, cuando se levantó y se miró en el espejo, sus ojos brillaban con el recuerdo de algo fatal. El sudor bajaba por sus pómulos y la espuma de afeitar se meneaba como una gelatina en su mano temblorosa. Recordó cómo había llegado aquí: Se había suicidado en una vida anterior y había sido condenado al infierno. La eternidad se traducía en un eterno retorno, una sucesión de suicidios que lo volvían a traer a este mundillo decadente, de chavistas versus escuálidos, gobierneros versus opositores, patriotas versus imperialistas, inteligentes versus brutos, demócratas versus dictadores, fascistas versus golpistas y pare usted de contar.
Dios, se dio cuenta, era un cínico. Estaba destinado a quedarse aquí, en este marasmo, en esta cacofonía de gritos y de tan poca razón, hasta el fin de los tiempos.
Cogió la hojilla de afeitar y lentamente comenzó a rasgarse la carne a nivel de la muñeca.